Al séptimo día de estar
buscando sin ningún resultado Leticia, Erik y Javier, agotados y a punto de un
colapso nervioso, se reunieron una vez más para decidir qué hacer.
—¿Y porque tengo que ser yo? –discutió
un Erik algo envejecido por el agotamiento físico y emocional.
Estaban decidiendo quien de
los tres iría a Tegucigalpa y comunicarles la terrible noticia a los padres de
Laura. La responsabilidad después de muchas divagaciones había recaído en Erik.
El muchacho, en algún momento de aquellos siete días de intensa búsqueda, había
perdido su típica manera ver la vida y ahora lucía cansado y demacrado, como
los otros dos.
Al final se había decidido lo
lógico: dos de ellos, para acompañarse en el camino, irían a Tegucigalpa,
informarían de lo ocurrido a los padres de Laura María y luego se haría lo que
Dios quisiera. Para decidir quién se quedaría de inmediato se descartó que
fuera Leticia. En primer lugar, era mujer y dejarla en una casa casi sola no era
lo correcto. Así que Leticia iría con quien fuera a Tegucigalpa. Decidir esto
último fue un poco más complicado y tuvieron que echarlo a la suerte. Mediante
un simple procedimiento: Leticia, sin que ellos la vieran guardó una semilla de
café en una mano y les dijo que quien descubriera en qué mano estaba ése iría
con ella.
A Erik le tocó en suerte
acompañarla. Javier se quedaría en al pueblo, en la continua y agotadora
búsqueda.
Así que mientras descendían
del Limón hacia el Zamorano, una madrugada bastante silenciosa se había
entablado la cuestión de qué quién sería, de los dos, el encargado de darles la
noticia a los padres. Dicha discusión se había prolongado durante varias horas
y se había terminado cuando Leticia, con lágrimas en los ojos había dicho con
cólera y un profundo sentimiento de impotencia:
—Lo haré yo. No discutamos
más.
Al final, y como sucede
siempre, había sido Erik, después de un largo día de viaje cuando a las siete
de la noche se presentó ante la casa de la familia Fernández Arita y dio la
funesta noticia. Sucedió, lo normal: doña Ángela se desmayó, don Óscar casi
entra en shock al tratar de comprender lo sucedido y Gunter, el hermano de
Laura, estuvo sin habla uno largos minutos. Después del primer impacto por la
noticia ambos padres y el hermano lo acosaron a preguntas. Erik, con un
agotamiento que le resultaba espantoso, les fue relatando muchas veces lo
mismo: el día de la desaparición y como Leticia se había enterado, la búsqueda
durante más de siete días, los resultados nulos.
Aquella misma noche, mientras Leticia
y Erik eran asignados a una de las habitaciones del piso superior para que
durmieran, el padre, reunió todos sus recursos (dichos recursos contaban con la
posibilidad de un helicóptero un batallón completo), y los movilizó de
inmediato hacia el Limón.
En poco tiempo, tanto El Limón
como la Tabla, los pueblos vecinos, se llenaron de militares y un helicóptero
que zarandeó por todos lados con sus aspas más de algún árbol cargado de
frutas. La búsqueda con personal más calificado, y equipo más moderno, para
dichos menesteres obtuvo el mismo resultado que el obtenido por los habitantes
de las dos comunidades: nada.
Era como si la tierra se
hubiera tragado dos seres humanos sin dejar ni una tan sola huella. Y había
sido en realidad: la tierra se los había tragado.
La entrada de la cueva, jamás
fue encontrada y a nadie se le ocurrió llegar hasta más allá del arroyuelo
aquel.
***
—No sé porque, pero así es –le
había dicho Laura María a Jorge antes de ponerse en camino.
Más adelante, cuando todo
aquello se volvió un simple recuerdo, Jorge recordaría aquella larga caminata
no como algo asfixiante ni siquiera desesperante sino como quien recuerda un
paseo junto a la amada. Quizás eso, el amor que se tenía el uno al otro, fue lo
que los mantuvo en calma sosegada y en armonía con sus propias vidas.
Después de que Laura venciera
a aquel ente que tratara de comérsela desde la misma raíz de la creación había
permanecido en éxtasis durante algunos minutos. Minutos que el mundo físico, en
el mundo de Jorge y de Bobby fueron más de cinco horas. Al final, y cuando el
sacerdote ya había agotado una ristra de suplicas y oraciones a Dios y a todos
los santos, la muchacha, como si estuviera suspendida por finos hilos de
alambre, había descendido hasta quedar sobre sus brazos. Él, al verla bajar se
había ubicado justo en su trayectoria de descenso.
Apenas hubo actuado la
gravedad sobre su cuerpo, Laura María, abrió los ojos. La luz de la linterna
había caído sobre sus rostros y de inmediato reconoció a Jorge que la sostenía
entre sus brazos:
—¡Hola, mi amor! –le dijo.
Y como si hubiera estado
esperando aquello y sin mediar palabras, sus rostros se acercaron y sus labios
se encontraron.
Para Jorge aquella caricia
significaba caer en lo terrenal de manera dulce y perfecta, para Laura abrirse
a su verdadera libertad.
Allí mismo, en la profunda
oscuridad de la cueva y tratando de ahorrar al máximo la energía de las
baterías se amaron.
Laura María se entregó a su
amado en cuerpo y alma dejando que todo su cuerpo se estremeciera al ser
horadado por el sexo de su hombre. Se amaron despacio, acariciándose con los
dedos y con la piel toda, con las palabras de ternura y con todos los sentidos
de sus sexos. Ella se sintió completa y plena cuando al fin, él, depositó
dentro de su vientre la semilla de la vida.
Permanecieron, después de
aquel acto, más de dos horas hablando y acariciándose con ternura: viviendo el
presente y el futuro.
Laura María le contó en pocas
palabras sus sentimientos acumulados desde los días de la escuela y luego, como
había sufrido de una continua depresión y que dicha depresión la había llevado
a decidir hasta la propia carrera. El intento de suicidio y el instante
salvador, o por lo menos, el momento en el que comprendió cómo funciona la
vida. Y hasta donde pudo, por los límites que imponen las palabras, la batalla
mantenida en su interior para diluir al ser que trataba de comérsela.
Jorge no comprendía muchas
cosas de aquellas, pero las aceptó porque estaba seguro que eran ciertas. Además,
la amaba con todo su corazón.
Y después del largo descanso
se habían incorporado y decidido hacia dónde ir.
Jorge quería que de inmediato
se fueran de regreso hacia el pueblo pues todos estaban preocupados por ellos,
pero Laura, con su nueva aura de intuición y de conocimiento de la realidad le
había pedido que fueran en sentido contrario. Él sólo se echó a andar al lado
de ella.
Bobby, el perro, comenzó a
seguirles moviendo el rabo y la mar de contento al verlos juntos y felices.
También, eso, como el miedo se podía oler. Y aquellas personas eran felices.
Caminaron durante muchos días.
Se sentaba, descansaban, dormían, hacían el amor y fueron descubriendo, a
medida que avanzaban que aquella cueva era una maravilla o bien de la
naturaleza o bien de algún ingenio desconocido hasta entonces.
La cueva, como ya lo había
pensado Jorge, era una especie de estructura tubular que se extendía en forma
recta de manera indefinida. Y a medida que fueron pasando los días
descubrieron, en varios puntos, unas especies de respiraderos que como tubos y
abiertos en la tierra, venían desde la superficie brindándole al espacio,
además de oxígeno puro, luz. Quizás, en la superficie, en algunos tramos se
pasaba por debajo de enormes extensiones de bosque cuya superficie estaba
tamizada de hojas podridas y secas pues a veces les llegaba ese olor. Pasaron
por debajo de ríos, manantiales, granito sólido y encontraron hongos
comestibles.
La sotana, de repente, se
había convertido en una especie de morral donde se podían llevar los hongos y
por el agua no se preocuparon. A un costado de la cueva, por muchos kilómetros,
corría una zanja que llevaba el cantarín líquido.
—Es como si este lugar
–comentó Jorge maravillado porque en algún lugar había visto inscripciones,
dibujos sobre las paredes— hubiera sido una ruta muy concurrida en algún
momento de la existencia de la tierra.
—Sí, así fue –aseguró Laura,
pero no añadió más.
Con el paso de los días, Jorge
fue escuchando de labios de su amor, cosas extrañas, o por lo menos lo eran
para él, pero poco a poco fue aprendiendo a adorar esas ideas. Las decía con
una seguridad.
Pasaron por arroyos de agua
cantarina, por senderos diminutos en medio de la bóveda que parecía no perder
nunca su grosor ni su estructura. Se acostumbraron a entrar en zonas de
oscuridad cerrada y luego a ver, de vez en cuando, diminutos agujeros, como
luciérnagas allá arriba. Hubo un día en el cual hasta pudieron verse los
rostros con tanta naturalidad como si estuvieran bajo la luz del sol.
Y cuando llevaban más de dos
meses perdidos para el mundo, pero no para ellos mismos, llegaron a una especie
de cueva más pequeña abierta en una de las paredes. Era la primera que veían.
Era del tamaño justo para que una persona pudiera caminar de pie sin chocar
arriba ni a los lados. Parecía, además inclinarse un poco hacia arriba.
—Una salida –dijo Laura.
Miraron con cierto grado de
nostalgia la cueva por la cual habían caminado incontables jornadas la cual
parecía prolongarse indefinidamente hacia adelante.
Entraron, pues en la supuesta
salida.
Comenzaron a ascender despacio
y allí el aire parecía más escaso quizás debido a la escasez de agujeros en los
costados. Bobby, detrás de ellos, de vez en cuando se detenía a mirar hacia
atrás quizás pensando que hubiera sido mejor seguir por el mismo y amplio
camino.
Subieron durante una media
hora y de pronto, volvieron a encontrarse con dos bifurcaciones. Se abrían dos
caminos. Laura María, sin dudarlo, tomó el de la derecha. Él la siguió con una
luz tan pálida de la linterna que estaba convencido que dentro de poco aquello
quedaría reducido a la nada. ¿Habían durado tanto?
Volvieron a subir, el terreno
era inclinado aún más que el anterior.
Pero este ascenso había sido
apenas de unos cinco metros. Allí, sobre sus cabezas, aparecía simplemente le
techo.
—Esta es la salida –afirmó
Laura María.
Allí no había nada.
—Tenemos que hacer caer la
tierra –añadió la muchacha.
Jorge le pidió que se hiciera
a un lado y enrollándose la sucia sotana alrededor del puño golpeó con fuerza.
Le pareció estar dándole a una especie de tambor y creyó que en realidad allí
era el lugar justo. Volvió a golpear y como si la tierra allí apenas estaba
pintada comenzó a caer en una fina lluvia.
—Tápate los ojos –le pidió a
Laura.
Esta se hizo para atrás y
cuando estuvo a una distancia de unos ocho metros se detuvo a observar
iluminándole con la mortecina luz de la lámpara.
Cuando la tierra hubo caído,
el ex sacerdote vio una especie de piedra cuadrada y la empujó con todas sus
fuerzas.
***
Eran las tres de la tarde de
un día muy asoleado, cuando el piso de la iglesia del Álamo se suspendió. La
iglesia llevaba cerrada, ya, mucho tiempo, y el polvo se había acumulado en
todos sus objetos. El piso tenía una fina capa de suciedad, y las bancas de
madera oscura lo mismo.
Lo primero que vio Jorge al
hacer a un lado el pedazo de piso, fue la luz del día. De manera instintiva
cerró los ojos pues parecía algo tan lejano en el tiempo. Los abrió poco a poco
y salió a la superficie. Apartó unos cuantos adoquines más y le ayudó a Laura a
salir del hueco. Bobby, el perro, con dos meses más de vida, brincó detrás de
ellos, movió la cola y pareció reconocer el olor a oxigeno superficial. Comenzó
a cecear con la lengua de fuera y miró a los dos humanos como esperando
órdenes.
Jorge le ayudó a Laura María a
llegar hasta una de las viejas bancas y allí la sentó. Para entonces, ambos ya
sabían del estado en el cual se encontraba ella. Pronto sería madre.
—¿Dónde estaremos? –preguntó
él mirando con interés aquellos objetos tan reconocidos por él. Objetos de una
vida pasada.
Enfrente de ellos, estaba un
pequeño altar. Una roca de un metro de alto y más de dos de ancho. Se preguntó
dónde estarían de nuevo.
Del exterior no les llegaba ni
un solo ruido y apenas los rayos de sol penetraban por los altos espacios que
dejaba el techo al juntarse con las paredes. Todo parecía suspendido allí,
hasta las partículas de polvo que caían con lentitud sobre las cosas.
No estaban cansados, pues de
alguna manera habían llevado una vida bastante normal allá abajo. Sólo se
sentían con esa sensación de haber permanecido de viaje durante muchos días y
ahora volver al hogar.
Se miraron, sonrieron. Jorge
la abrazó con ternura, le besó la frente y luego le palpó el vientre.
***
Cuando se hubieron repuesto de
la impresión de haber salido de nuevo a la superficie buscaron por donde salir
de la pequeña iglesia. La puerta principal estaba cerrada a cal y canto, pero
por la de la sacristía no tuvieron ni un solo problema.
La población era simétrica y
muy hermosa. O al menos eso les pareció a ambos. Todas las casas estaban
rodeadas por un muro de piedra suelta y en cada patio, junto a la casa, había
un álamo que crecía hacia el cielo, como una flecha gigantesca. Les pareció ver
humo saliendo de algunas chimeneas.
La tierra del suelo era tan
blanca como la tiza.
Estaban relativamente sucios
porque hacía más de dos días que no se bañaban, ni lavaban la ropa. La última
vez había sido al pasar un arroyuelo transparente metros y metros bajo la
superficie.
Se acercaron a una de las
viviendas e hicieron salir a una mujer de mirada torva y vestimenta campesina.
—Buenos días, o buenas tardes
–dijo Jorge con su voz de sacerdote (y ya iba a decirle hija cuando recordó su
decisión, por amor, de no serlo más), — ¿Podría decirnos en dónde estamos?
—Este es el Álamo –dijo la
mujer secamente.
—El Álamo –dijo Laura como
para sí misma, en un susurro y como en un sueño.
—¿Hay algún transporte que nos
pueda llevar a Tegucigalpa?
—Hay una baronesa, pero ya se
fue. Sólo va y viene una vez al día.
—Me imagino que –miró hacia la
calle que se perdía en una curva a su izquierda—, esta es la calle que va para
la ciudad.
—Sí. Esa es.
—Muchas gracias.
La mujer sin siquiera decir
adiós, cerró la puerta y desapareció de su vista.
Comenzaron a caminar hacia la
salida del pueblo. Abrazados. Cansados, pero felices. Emprendieron el regreso a
Tegucigalpa. Un perro, su perro, los seguía con la lengua de fuera y el rabo
moviéndose de lado a lado.