San José de La Tabla, así se llamaba la comunidad
vecina a El Limón, pero todos las conocían como La Tabla. Sencillo. El mínimo
esfuerzo siempre en todo.
La Tabla era una comunidad más grande que El Limón
y tenía además de una escuela más grande, un enorme campo de fútbol, engramado
y que era el corazón de la comunidad. También tenía ermita y hasta una calle
principal que parecía ser la más importante de la comunidad pues en las orillas
de ella se apreciaban casas perfectamente alineadas como en las colonias de las
grandes ciudades. Dieron pronto con la tienda del pueblo. En efecto, como les
había dicho Nila, estaba muy bien surtida.
Mientras estuvieron en la tienda del pueblo que era
atendida por tres personas: el padre, la madre y una pequeña hija de pelo
dorado, escucharon algunos comentarios acerca del nuevo fenómeno en la aldea:
el nuevo sacerdote.
—¿Y te has fijado en el color de sus ojos?
—¡Uy sí! ¡Son hermosos! Azules y brillantes.
—Bueno, bueno –les dijo la dueña de la tienda a las
dos mujeres que no estaban tan jóvenes pero que si parecían emocionadas—,
ustedes ya están casadas. Además, recuerden que el padre Jorge ya está
consagrado al Señor. Dejen de molestar…
Las mujeres, algo avergonzadas realizaron sus
compras y salieron. Por lo visto volvieron a retomar la temática de la puerta
para afuera porque se alejaron sonriendo y hablando aún en secreto.
—Un nuevo cura –le explicó la señora a Laura María
como si ésta le hubiera pedido explicaciones al respecto—, y éstas piensan que
todos los hombres se fijan en ellas.
—Me da…—la muchacha le mostró el papel y la mujer
lo tomó y fue poniendo los productos sobre el mostrador.
Poco a poco las bolsas que habían llevado todos se
fueron llenando y ella se quedó con el galón de gas, por último.
—¿Andan paseando? –preguntó la mujer del otro lado
del mostrador.
—Cuestiones de estudio –le dijo Laura María que no
tenía ningún problema en exponer sus propósitos a nadie.
—Ah.
Y esa fue toda la conversación.
Se pagó el importe por la mercadería y los cuatro
muchachos salieron de la tienda. En las afueras, enfrente del amplio campo de
fútbol con su grama verde, había varias casas rodeando el perímetro. Y no es
que hubiera mucha gente por allí, pero por lo menos se veía movimiento.
Contaron por lo menos unas diez personas
diseminadas aquí y allá en toda la extensión del campo. Algunos iban, otros
venían. La carretera que se veía en mejores condiciones que la del Limón
atravesaba todo el campo por dos sitios: el primero en un ángulo de noventa
grados y por detrás de una de las porterías, justo por el camino que ellos
tomaban para ir al otro poblado y el segundo parecía venir en línea recta, iba
por toda la orilla y en la otra esquina del campo comenzaba una cuesta empinada
justo donde estaba la ermita, allá al fondo a su izquierda. Es decir que si
ellos querían llegar a aquel edificio tendrían que caminar por los menos unos
ciento veinte metros desde donde estaban. Miraron hacia allá y fue Leticia la
que dijo:
—Sería bueno ir a echarle un ojo al cura. Si está
tan bueno como dicen…
Laura María, sin poder evitarlo, miró a su amiga y
sonrió. Erik, más aventado en ese tipo de pláticas añadió:
—Y si hay una monjita por allí, todavía mejor.
Emprendieron el regreso al Limón. El tiempo que les
llegó el regreso fue menos del empleado al ir: unos quince minutos. Parecía que
la carga les aligeró el paso. Excepto Laura María, todos los demás regresaron
con enormes gotas de sudor sobre la frente.
Dejaron todo en la cocina y regresaron a sus
habitaciones.
***
Fue más tarde, cuando sintió ganas de orinar,
cuando Laura María descubrió que tan lejos andaba la civilización por aquellos
rumbos. No había servicio sanitario sino una especie de letrina lavable. Y ésta
estaba separada de la casa uno quince metros. Se salía por una puerta trasera
desde la cocina y se recorría un sendero hecho de piedras negras por entre unas
matas de huerta. La letrina lavable era un cuartito pequeño sobre una especie
de pilares de cemento. La puerta era de madera y muy frágil.
Con desagrado abrió dicha puerta y vio el interior.
No estaba tan mal. Se veía limpio y hasta había varios rollos de papel
higiénico colocados entre los resquicios que dejaba la pared. Un balde de metal estaba en una
esquina pues el agua había que traerla del exterior.
Antes de sentarse sobre la taza verificó que
estuviera limpia. Era blanca y de porcelana, pero más pequeña que la de los
inodoros comunes. Cerró la puerta, echó el pequeño pasador, bajó sus pantalones
y calzones y se agachó. Mientras orinaba pensaba en la semana que tenían por
delante. Aunque el siguiente día era domingo comenzarían el trabajo muy
temprano.
Terminó de orinar y volvió a subir sus ropas. Tomó
el balde y abrió la puerta. No sabía de dónde debía traer el agua porque no
había preguntado, pero supuso que sería de muy cerca. Salió al exterior y buscó
con mucha atención aluna pila, una manguera o lo que fuera dónde obtener el
agua. No vio nada parecido a lo anterior. Le dio la vuelta a la pequeña
edificación y lo único que comprobó fue que se extendía las matas de plátano un
poco más allá y que la tierra estaba muy húmeda. Era de color negro y parecía
bastante fértil.
Con una mano en la cadera y la otra sosteniendo el
balde de metal estuvo más de dos minutos tratando de descubrir entre los
múltiples tonos de verde algo semejante a una pila o fuente de agua. Nada. Sólo
verde, amarillo, rojo y más verde. El sol se filtraba por entre los tallos de
plátano dándole colores brillantes a muchas hojas y los mismos tallos. Soplaba
una suave brisa y de vez en cuando agitaba las hojas muertas aun colgadas.
Cuando ya iba a renunciar a la búsqueda le pareció
ver un leve movimiento por el rabilo del ojo, a su izquierda. Con velocidad, y
por puro reflejo, se volvió a mirar hacia allá. Le pareció ver, entre los
tallos de plátano algo moverse. Se puso alerta. Fijó con mayor atención la
mirada sobre el punto y vio algo que, por primera vez, le heló la sangre.
Allí, agazapado, y como dispuesto a lanzarse sobre
su presa, había un coyote de pelaje amarillo. El animal estaba justo al pie de
un grueso tallo de color morado brillante. Echado, o agazapado, mejor dicho,
echado sobre su pecho, mirándola con las orejas gachas y ojos tristes y
profundamente negros. Parecía asustado en vez de a la defensiva.
—Oh, cielos –dijo Laura María en un susurro
soltando el balde el cual cayó al suelo con un sonido hueco.
El animal, al escuchar el sonido y ver el
movimiento de la mujer apenas si se movió. Mantuvo su gélida y asustada mirada
en los ojos de Laura María. Ésta, quien experimentaba sensaciones nuevas desde
el lunes por la noche, trató de serenarse y decidir qué hacer al respecto. El
animal no se veía grande, quizás medios unos treinta centímetros ya puestos de
pie y más bien parecía un pequeño can en proceso de desarrollo.
Pero, Laura tenía que decidir qué hacer.
Recordando su sangre fría de días anteriores miró
hacia la casa que estaba tan cerca y sin meteré más pensamientos echó a correr
hacia allá.
Mientras hacía el corto recorrido le pareció que
era un kilómetro. El cabello moviéndose como loco detrás de ella y el aire
fresco de la huerta le puso la tez rosada de agitación. Llegó hasta la puerta
de la cocina que había dejado abierta y entró como un rayo.
Nila, quien estaba terminando de acomodar en las
alacenas los productos recién comprados se quedó mirándola con curiosidad.
—Nila –dijo Laura María tratando de que su voz no
sonara agitada, con miedo o muy alta para no alarmar a sus compañeros—. Acabo
de ver un coyote en la huerta.
—¡Un coyote! –dijo Nila abriendo los ojos
desmesuradamente.
—Sí, uno pequeño de color café… está allí afuera,
agachado al pie de una mata de plátano.
Nila, mujer de campo y acostumbrada, quizás a ese
tipo de animal merodeando los animales de la casa tomó una escoba y salió a
buscarlo. Laura María no encontrando nada más que un leño debajo del fogón
salió detrás de ella.
Alcanzó a Nila con rapidez y juntas llegaron junto
al baño. Laura buscó de inmediato con la mirada el lugar exacto donde había
avistado al animal y lo encontró, pero allí ya no había nada.
—Allí estaba –le dijo señalando el lugar.
—Se habrá ido, el muy vivo –dijo Nila sosteniendo
el palo de la escoba con ambas manos y expresión combativa en el rostro.
—¿Andará por aquí? –preguntó Laura mirando hacia
todos lados.
—No, posiblemente ya se fue, el muy vivo.
El muy vivo. Bonita expresión para el repertorio de Erik. Seguro pronto la añadiría a
su diccionario.
Buscaron un rato entre las matas de plátano, pero
el animal brillaba por su ausencia.
—Sí, se fue el muy vivo—concluyó Nila bajando la
guardia y la escoba.
—Así parece –aceptó Laura bajando también el leño
de roble.
Emprendieron el regreso. Pero al ver la puerta del
sanitario entornada Laura recordó lo del agua.
—Nila ¿Sabe de dónde se toma el agua para echarle
al servició?
—Ah, sí.
Y regresando a la letrina, Nila tomó el cubo que
estaba en el suelo y se internó unos cuantos pasos detrás de unas matas de
huerta, a solo unos diez pasos de la letrina y le enseñó, casi tapada por un
montón de hojas de huerta, una pequeña pila rebosante de agua. Metió, allí el
balde y con él lleno fue a echarlo en el servicio. Laura iba detrás de ella.
—Gracias, Nila –le dijo tomando el balde ella y
yendo a llenarlo de nuevo. Lo trajo hasta la letrina y lo colocó a un lado—.
Debería de haber un tonel aquí y mantenerlo lleno –dijo señalando un espacio en
la esquina del edificio.
—Le diré a Tino que lo coloque y lo llene. No se
preocupe.
—Otra cosa, Nila ¿Dónde se baña uno?
Nila le enseñó donde. Se trataba de otra pequeña
construcción, está más cerca de la pila de agua y también se tenía que halar en
balde. Le sugirió lo del tonel y ella le dijo que se lo haría saber a Tino.
***
—Bueno –dijo durante la cena Javier a sus
compañeros. Para entonces todos estaban vestido con calzonetas, camisetas y
chancletas. La luz de un candil colocado en una repisa iluminaba toda la sala—.
Estamos listos para comenzar mañana. ¿Alguna pregunta?
Javier era el encargado de organizar los horarios.
Nadie dijo nada.
—Pues, todos debemos estar en camino a las siete de
la mañana. Eso quiere decir que tenemos que levantarnos mínimo a las cinco y
media por lo del baño. Con respecto a eso sugiero que las mujeres se bañen
primero, ustedes eligen el orden –se dirigió a Leticia y a Laura—. Nosotros
vamos después. Sugiero no más de veinte minutos por persona.
Todos estuvieron de acuerdo.
—Luego nos vestimos, desayunamos y salimos a las
siete en punto. Al mediodía, comemos donde haya lugar y luego regresamos aquí a
las tres de la tarde si no hay ningún inconveniente. Este ritmo lo llevaremos,
calculo hasta el jueves. El viernes nos dedicaremos a hacer números y empezamos
con la redacción del informe de acuerdo a los datos que nos arrojen los
instrumentos. Erik, ve haciendo el croquis a medida que avanzamos.
—Oki doky.
—Creo que para el viernes ya tenemos todo listo
–dijo Leticia.
—Y nos vamos el sábado por la mañana –añadió Laura.
—Tuanis.
—No habiendo más que agregar –dijo Javier.
—Recuerden –interrumpió Laura— andamos en parejas.
En ningún momento nos separaremos. Javier—Leticia, Erik—Laura, mañana y el
lunes Javier—Laura, Erik—Leticia y así hasta el final. Tratemos de apoyarnos lo
más que podamos y nunca contradecirnos enfrente de las personas.
—De acuerdo—Javier.
—Oki –Erik.
—Muy bien –Leticia.
Eran casi las ocho de la noche cuando, después de
echarle un ojo a todo el material a usar el día siguiente, cada quien se metió
en su habitación.
—Qué descansen –les dijo Laura.
Ella se quedó un rato más bajo la luz del candil.
No tenía sueño y quería pensar un poco acerca de los últimos días. Su vida
había dado un giro muy grande desde la noche del lunes. Pensaba, de vez en
cuando, en aquellas extrañas sensaciones de estar viviendo varias vidas a la
vez y parecía volver a revivir aquel momento de casi iluminación personal en el
cual su vida estuvo a punto de terminar. Pero ¿Cómo había podido vivir tanto
tiempo sin sentir nada y sobre todo con aquellas profundas depresiones? ¿Qué
era todo aquello de sueños tan vívidos?
Interrogantes, que quizás jamás entendería.
Abrió la puerta y salió al patio. La noche era
cerrada y soplaba un suave aire fresco. Como ya estaba también metida en su
pijama y calzando sandalias el frío fue aún más penetrante. Se había soltado el
cabello y éste caís libremente sobre su espalda y sobre sus hombros. Se abrazó
a sí misma para evitar la piel de gallina. Detrás de ella, la tenue luz del
candil reflejaba un cuadro deforme de la puerta llegando hasta sus talones.
Miró hacia el cielo, la luna seguía creciendo poco
a poco allá arriba y las estrellas, a su lado parecían luciérnagas alrededor de
una inmensa lámpara. Todo parecía paz allí.
Apoyó el hombro en una de las columnas que
sostenían el techo y se sintió en paz consigo misma. La sensación de paz era
inmensa. Miró hacia más allá de donde debería de estar el cerco y le pareció
ver algo moverse allá. Quizás algún campesino caminando hacia su casa después
de una larga jornada. Quizás.
En ninguno de aquellos pueblos había, aun, energía
eléctrica y sólo de vez en cuando se veía, a lo lejos, el reflejo de algún
automóvil en el Zamorano o en la montañita. Desde aquellos lugares, también
verían las suaves luciérnagas que representaban las casas de los aldeanos
diseminadas por todos lados.
Cuando iba a quitarse de allí para regresar adentro
vio, como en la tarde, después del servicio, por el rabillo del ojo, algo
moverse a su izquierda. De inmediato se volvió hacia allí.
El escalofrío que sintió subió desde las puntas de
sus pies hasta la base de la nuca. Allí estaba de nuevo aquel animal. El coyote
pequeño mirándola con ojos melancólicos y cansados, temerosos. Pero, ahora que
lo tenía allí, a unos cuantos metros de ella se dio cuenta que no era un
coyote, sino un simple perro con cola ancha y orejas puntiagudas.
—Perrito –lo llamó.
El animal pareció interesado: cerró el hocico y
movió un poco la cola.
Laura María se agachó y comenzó a llamarlo.
—Hola, perrito. ¿Cómo estás?
El animalito bajó la cabeza, movió la cola, pero no
se acercó a ella. Parecía interesado en hacerlo, pero prefería no hacerlo por
el momento. A Laura se le ocurrió una idea. Entró, fue a la cocina y regreso
con poco de comida en una especie de cartón. El animalito al verla movió la
cola.
Laura colocó la comida sobre el piso, muy cerca del
borde del patio y después reculó para que el animalito se acercara. Al alejarse
de él notó, a la tenue luz del candil que el animal tenía las patas manchadas
de un barro rojizo. Al principio lo confundió con sangre, pero no se trataba de
eso. Lo comprobó al ver como se le desprendían algunos granitos en el piso.
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