miércoles, 27 de julio de 2016

Capítulo 12





Al séptimo día de estar buscando sin ningún resultado Leticia, Erik y Javier, agotados y a punto de un colapso nervioso, se reunieron una vez más para decidir qué hacer.
—¿Y porque tengo que ser yo? –discutió un Erik algo envejecido por el agotamiento físico y emocional.
Estaban decidiendo quien de los tres iría a Tegucigalpa y comunicarles la terrible noticia a los padres de Laura. La responsabilidad después de muchas divagaciones había recaído en Erik. El muchacho, en algún momento de aquellos siete días de intensa búsqueda, había perdido su típica manera ver la vida y ahora lucía cansado y demacrado, como los otros dos.
Al final se había decidido lo lógico: dos de ellos, para acompañarse en el camino, irían a Tegucigalpa, informarían de lo ocurrido a los padres de Laura María y luego se haría lo que Dios quisiera. Para decidir quién se quedaría de inmediato se descartó que fuera Leticia. En primer lugar, era mujer y dejarla en una casa casi sola no era lo correcto. Así que Leticia iría con quien fuera a Tegucigalpa. Decidir esto último fue un poco más complicado y tuvieron que echarlo a la suerte. Mediante un simple procedimiento: Leticia, sin que ellos la vieran guardó una semilla de café en una mano y les dijo que quien descubriera en qué mano estaba ése iría con ella.
A Erik le tocó en suerte acompañarla. Javier se quedaría en al pueblo, en la continua y agotadora búsqueda.
Así que mientras descendían del Limón hacia el Zamorano, una madrugada bastante silenciosa se había entablado la cuestión de qué quién sería, de los dos, el encargado de darles la noticia a los padres. Dicha discusión se había prolongado durante varias horas y se había terminado cuando Leticia, con lágrimas en los ojos había dicho con cólera y un profundo sentimiento de impotencia:
—Lo haré yo. No discutamos más.
Al final, y como sucede siempre, había sido Erik, después de un largo día de viaje cuando a las siete de la noche se presentó ante la casa de la familia Fernández Arita y dio la funesta noticia. Sucedió, lo normal: doña Ángela se desmayó, don Óscar casi entra en shock al tratar de comprender lo sucedido y Gunter, el hermano de Laura, estuvo sin habla uno largos minutos. Después del primer impacto por la noticia ambos padres y el hermano lo acosaron a preguntas. Erik, con un agotamiento que le resultaba espantoso, les fue relatando muchas veces lo mismo: el día de la desaparición y como Leticia se había enterado, la búsqueda durante más de siete días, los resultados nulos.
Aquella misma noche, mientras Leticia y Erik eran asignados a una de las habitaciones del piso superior para que durmieran, el padre, reunió todos sus recursos (dichos recursos contaban con la posibilidad de un helicóptero un batallón completo), y los movilizó de inmediato hacia el Limón.
En poco tiempo, tanto El Limón como la Tabla, los pueblos vecinos, se llenaron de militares y un helicóptero que zarandeó por todos lados con sus aspas más de algún árbol cargado de frutas. La búsqueda con personal más calificado, y equipo más moderno, para dichos menesteres obtuvo el mismo resultado que el obtenido por los habitantes de las dos comunidades: nada.
Era como si la tierra se hubiera tragado dos seres humanos sin dejar ni una tan sola huella. Y había sido en realidad: la tierra se los había tragado.
La entrada de la cueva, jamás fue encontrada y a nadie se le ocurrió llegar hasta más allá del arroyuelo aquel.

***

—No sé porque, pero así es –le había dicho Laura María a Jorge antes de ponerse en camino.
Más adelante, cuando todo aquello se volvió un simple recuerdo, Jorge recordaría aquella larga caminata no como algo asfixiante ni siquiera desesperante sino como quien recuerda un paseo junto a la amada. Quizás eso, el amor que se tenía el uno al otro, fue lo que los mantuvo en calma sosegada y en armonía con sus propias vidas.
Después de que Laura venciera a aquel ente que tratara de comérsela desde la misma raíz de la creación había permanecido en éxtasis durante algunos minutos. Minutos que el mundo físico, en el mundo de Jorge y de Bobby fueron más de cinco horas. Al final, y cuando el sacerdote ya había agotado una ristra de suplicas y oraciones a Dios y a todos los santos, la muchacha, como si estuviera suspendida por finos hilos de alambre, había descendido hasta quedar sobre sus brazos. Él, al verla bajar se había ubicado justo en su trayectoria de descenso.
Apenas hubo actuado la gravedad sobre su cuerpo, Laura María, abrió los ojos. La luz de la linterna había caído sobre sus rostros y de inmediato reconoció a Jorge que la sostenía entre sus brazos:
—¡Hola, mi amor! –le dijo.
Y como si hubiera estado esperando aquello y sin mediar palabras, sus rostros se acercaron y sus labios se encontraron.
Para Jorge aquella caricia significaba caer en lo terrenal de manera dulce y perfecta, para Laura abrirse a su verdadera libertad.
Allí mismo, en la profunda oscuridad de la cueva y tratando de ahorrar al máximo la energía de las baterías se amaron.
Laura María se entregó a su amado en cuerpo y alma dejando que todo su cuerpo se estremeciera al ser horadado por el sexo de su hombre. Se amaron despacio, acariciándose con los dedos y con la piel toda, con las palabras de ternura y con todos los sentidos de sus sexos. Ella se sintió completa y plena cuando al fin, él, depositó dentro de su vientre la semilla de la vida.
Permanecieron, después de aquel acto, más de dos horas hablando y acariciándose con ternura: viviendo el presente y el futuro.
Laura María le contó en pocas palabras sus sentimientos acumulados desde los días de la escuela y luego, como había sufrido de una continua depresión y que dicha depresión la había llevado a decidir hasta la propia carrera. El intento de suicidio y el instante salvador, o por lo menos, el momento en el que comprendió cómo funciona la vida. Y hasta donde pudo, por los límites que imponen las palabras, la batalla mantenida en su interior para diluir al ser que trataba de comérsela.
Jorge no comprendía muchas cosas de aquellas, pero las aceptó porque estaba seguro que eran ciertas. Además, la amaba con todo su corazón.
Y después del largo descanso se habían incorporado y decidido hacia dónde ir.
Jorge quería que de inmediato se fueran de regreso hacia el pueblo pues todos estaban preocupados por ellos, pero Laura, con su nueva aura de intuición y de conocimiento de la realidad le había pedido que fueran en sentido contrario. Él sólo se echó a andar al lado de ella.
Bobby, el perro, comenzó a seguirles moviendo el rabo y la mar de contento al verlos juntos y felices. También, eso, como el miedo se podía oler. Y aquellas personas eran felices.
Caminaron durante muchos días. Se sentaba, descansaban, dormían, hacían el amor y fueron descubriendo, a medida que avanzaban que aquella cueva era una maravilla o bien de la naturaleza o bien de algún ingenio desconocido hasta entonces.
La cueva, como ya lo había pensado Jorge, era una especie de estructura tubular que se extendía en forma recta de manera indefinida. Y a medida que fueron pasando los días descubrieron, en varios puntos, unas especies de respiraderos que como tubos y abiertos en la tierra, venían desde la superficie brindándole al espacio, además de oxígeno puro, luz. Quizás, en la superficie, en algunos tramos se pasaba por debajo de enormes extensiones de bosque cuya superficie estaba tamizada de hojas podridas y secas pues a veces les llegaba ese olor. Pasaron por debajo de ríos, manantiales, granito sólido y encontraron hongos comestibles.
La sotana, de repente, se había convertido en una especie de morral donde se podían llevar los hongos y por el agua no se preocuparon. A un costado de la cueva, por muchos kilómetros, corría una zanja que llevaba el cantarín líquido.
—Es como si este lugar –comentó Jorge maravillado porque en algún lugar había visto inscripciones, dibujos sobre las paredes— hubiera sido una ruta muy concurrida en algún momento de la existencia de la tierra.
—Sí, así fue –aseguró Laura, pero no añadió más.
Con el paso de los días, Jorge fue escuchando de labios de su amor, cosas extrañas, o por lo menos lo eran para él, pero poco a poco fue aprendiendo a adorar esas ideas. Las decía con una seguridad.
Pasaron por arroyos de agua cantarina, por senderos diminutos en medio de la bóveda que parecía no perder nunca su grosor ni su estructura. Se acostumbraron a entrar en zonas de oscuridad cerrada y luego a ver, de vez en cuando, diminutos agujeros, como luciérnagas allá arriba. Hubo un día en el cual hasta pudieron verse los rostros con tanta naturalidad como si estuvieran bajo la luz del sol.
Y cuando llevaban más de dos meses perdidos para el mundo, pero no para ellos mismos, llegaron a una especie de cueva más pequeña abierta en una de las paredes. Era la primera que veían. Era del tamaño justo para que una persona pudiera caminar de pie sin chocar arriba ni a los lados. Parecía, además inclinarse un poco hacia arriba.
—Una salida –dijo Laura.
Miraron con cierto grado de nostalgia la cueva por la cual habían caminado incontables jornadas la cual parecía prolongarse indefinidamente hacia adelante.
Entraron, pues en la supuesta salida.
Comenzaron a ascender despacio y allí el aire parecía más escaso quizás debido a la escasez de agujeros en los costados. Bobby, detrás de ellos, de vez en cuando se detenía a mirar hacia atrás quizás pensando que hubiera sido mejor seguir por el mismo y amplio camino.
Subieron durante una media hora y de pronto, volvieron a encontrarse con dos bifurcaciones. Se abrían dos caminos. Laura María, sin dudarlo, tomó el de la derecha. Él la siguió con una luz tan pálida de la linterna que estaba convencido que dentro de poco aquello quedaría reducido a la nada. ¿Habían durado tanto?
Volvieron a subir, el terreno era inclinado aún más que el anterior.
Pero este ascenso había sido apenas de unos cinco metros. Allí, sobre sus cabezas, aparecía simplemente le techo.
—Esta es la salida –afirmó Laura María.
Allí no había nada.
—Tenemos que hacer caer la tierra –añadió la muchacha.
Jorge le pidió que se hiciera a un lado y enrollándose la sucia sotana alrededor del puño golpeó con fuerza. Le pareció estar dándole a una especie de tambor y creyó que en realidad allí era el lugar justo. Volvió a golpear y como si la tierra allí apenas estaba pintada comenzó a caer en una fina lluvia.
—Tápate los ojos –le pidió a Laura.
Esta se hizo para atrás y cuando estuvo a una distancia de unos ocho metros se detuvo a observar iluminándole con la mortecina luz de la lámpara.
Cuando la tierra hubo caído, el ex sacerdote vio una especie de piedra cuadrada y la empujó con todas sus fuerzas.

***

Eran las tres de la tarde de un día muy asoleado, cuando el piso de la iglesia del Álamo se suspendió. La iglesia llevaba cerrada, ya, mucho tiempo, y el polvo se había acumulado en todos sus objetos. El piso tenía una fina capa de suciedad, y las bancas de madera oscura lo mismo.
Lo primero que vio Jorge al hacer a un lado el pedazo de piso, fue la luz del día. De manera instintiva cerró los ojos pues parecía algo tan lejano en el tiempo. Los abrió poco a poco y salió a la superficie. Apartó unos cuantos adoquines más y le ayudó a Laura a salir del hueco. Bobby, el perro, con dos meses más de vida, brincó detrás de ellos, movió la cola y pareció reconocer el olor a oxigeno superficial. Comenzó a cecear con la lengua de fuera y miró a los dos humanos como esperando órdenes.
Jorge le ayudó a Laura María a llegar hasta una de las viejas bancas y allí la sentó. Para entonces, ambos ya sabían del estado en el cual se encontraba ella. Pronto sería madre.
—¿Dónde estaremos? –preguntó él mirando con interés aquellos objetos tan reconocidos por él. Objetos de una vida pasada.
Enfrente de ellos, estaba un pequeño altar. Una roca de un metro de alto y más de dos de ancho. Se preguntó dónde estarían de nuevo.
Del exterior no les llegaba ni un solo ruido y apenas los rayos de sol penetraban por los altos espacios que dejaba el techo al juntarse con las paredes. Todo parecía suspendido allí, hasta las partículas de polvo que caían con lentitud sobre las cosas.
No estaban cansados, pues de alguna manera habían llevado una vida bastante normal allá abajo. Sólo se sentían con esa sensación de haber permanecido de viaje durante muchos días y ahora volver al hogar.
Se miraron, sonrieron. Jorge la abrazó con ternura, le besó la frente y luego le palpó el vientre.

***

Cuando se hubieron repuesto de la impresión de haber salido de nuevo a la superficie buscaron por donde salir de la pequeña iglesia. La puerta principal estaba cerrada a cal y canto, pero por la de la sacristía no tuvieron ni un solo problema.
La población era simétrica y muy hermosa. O al menos eso les pareció a ambos. Todas las casas estaban rodeadas por un muro de piedra suelta y en cada patio, junto a la casa, había un álamo que crecía hacia el cielo, como una flecha gigantesca. Les pareció ver humo saliendo de algunas chimeneas.
La tierra del suelo era tan blanca como la tiza.
Estaban relativamente sucios porque hacía más de dos días que no se bañaban, ni lavaban la ropa. La última vez había sido al pasar un arroyuelo transparente metros y metros bajo la superficie.
Se acercaron a una de las viviendas e hicieron salir a una mujer de mirada torva y vestimenta campesina.
—Buenos días, o buenas tardes –dijo Jorge con su voz de sacerdote (y ya iba a decirle hija cuando recordó su decisión, por amor, de no serlo más), — ¿Podría decirnos en dónde estamos?
—Este es el Álamo –dijo la mujer secamente.
—El Álamo –dijo Laura como para sí misma, en un susurro y como en un sueño.
—¿Hay algún transporte que nos pueda llevar a Tegucigalpa?
—Hay una baronesa, pero ya se fue. Sólo va y viene una vez al día.
—Me imagino que –miró hacia la calle que se perdía en una curva a su izquierda—, esta es la calle que va para la ciudad.
—Sí. Esa es.
—Muchas gracias.
La mujer sin siquiera decir adiós, cerró la puerta y desapareció de su vista.
Comenzaron a caminar hacia la salida del pueblo. Abrazados. Cansados, pero felices. Emprendieron el regreso a Tegucigalpa. Un perro, su perro, los seguía con la lengua de fuera y el rabo moviéndose de lado a lado.

Capítulo 11





Jorge Miranda, después de volver del Limón, algo cansado y decepcionado por no haber dado con su amiga, decidió, por pura inercia, quizás por puro impulso para no mantenerse en la desesperación ni en la ociosidad, ir a buscar más allá de la casa, por la parte trasera.
Había entrado, entonces, sin detenerse en la casa donde sólo estaba Nila y pasando junto a Tino que limpiaba unos tallos de huerta de manera casi impasible se había internado entre los palos de mango y luego entre los de naranjas casi sin mirar hacia ningún lado en particular. Pensaba.
Le había dicho a Laura, quizás en tono de broma que cuando estaba en la escuela la había defendido de los gandules, porque estaba enamorado de ella y era cierto. No, no se había enamorado de ella del primer día, ni el segundo, ni siquiera el primer año, ni el segundo ni el tercero sino el último de él en el bachillerato y ella en el sexto grado. Para entonces él acababa de cumplir los dieciséis años y ella los doce. Fue algo paulatino y debió ser así porque sus personalidades, por alguna razón, eran totalmente opuestas. Ella era callada, con una mirada algo triste y él era hiperactivo, extrovertido y muy animado, como quien dice el alma de la fiesta.
Se había enamorado de ella, pero veía esos cinco años de diferencia entre el uno y la otra como un obstáculo demasiado grande. Nunca le había confesado su amor, aunque soñaba con ella, torturándose en su alma, en su ser y en toda su estructura mental. Trataba de sacársela del pecho y no podía por más que lo intentaba. De allí, de ese amor que parecía imposible le nació la vocación del sacerdocio.
La metamorfosis del amor humano al amor etéreo, divino, había sido un proceso extraño y hasta un poco lógico. Su padre y su madre le pidieron, insistentemente, un año antes del último de bachillerato seleccionar una carrera para la universidad y si no lo hacía le pondrían a estudiar lo que a ellos les pareciera más oportuno. Tenía dos hermanos y una hermana, mayores. Todos en la universidad estudiando la carrera de su preferencia, sólo faltaba él. Lo pensó, lo repensó hasta que un día, por pura casualidad, una monja de la María Auxiliadora, se había acercado al grupo de alumnos para hablarles acerca de la vocación. Se hicieron oraciones, dinámicas y hasta canciones referentes a la vocación y él, como si se hubiera abierto una cortina y detrás de ésta se encontrara su objetivo de vida se abrió a ella.
Entrar al seminario y dedicarse a la vida de la misión fue la cosa más sencilla del mundo. Era como si delante de él fuera una enorme mano quitándole todos los obstáculos. Adelantó años debido a su inteligencia y muchos, antes de la consagración como sacerdote salesiano, decían que sería uno de los más jóvenes. No lo fue, porque al final le había tocado hacer un año de diaconado y esto le atrasó el proceso un año y medio.
Pero lo interesante de todo esto era que, durante el proceso, su mente, aunque no se apartaba de la idea del amor de Laura María, parecía ralentizada. Pensaba en ella, pero no de manera obsesiva. Ya no la veía como un imposible sino como un ser humano con otro tipo de camino lejos de él. Como una aceptación. La amaba, aún, pero no podía decírselo. Como un secreto personal y terrible. En su mente, Laura, seguía siendo una niña muy pequeña. Alguien a quien no podía amar sin entrar en escándalo.
Pero, al volverla a ver, el corazón, como una máquina con combustible nuevo había comenzado a latir de nuevo por ella. Y esos encuentros por las tardes, cuando ella se sentaba frente a él y lo miraba, parecían cargados de una magia celestial. Amaba a Dios, a Cristo, a todas las cosas que representaba la iglesia, pero amaba también a Laura. No lo podía negar.
Ahora, ella tenía veinte y el veintiséis.
La imagen de la niña había pasado a ser la de la mujer. Y su olor, oh, Dios mío.
Hasta ahora había logrado vencer la carne con el espíritu y aún lo hacía, pero cuando Laura estaba cerca, unos deseos irresistibles de abrazarla, besarla, de tocar su piel, de acariciarle el cabello, de besarle la nariz le resultaba la cosa más sublime del mundo.
Jorge Miranda, había aprendido a separar las cosas del mundo de las espirituales. No era fanático del puritanismo y como muchos santos había comprendido que lo que es de la carne, es de la carne, y lo del espíritu del espíritu. Sabía, y estaba consciente, que si su carne buscaba la carne no por eso el espíritu dejaría de ser espíritu. Quizás, tendría que renunciar al hábito del cura, pero en su corazón seguiría siendo el mismo Jorge de siempre: con un amor incondicional a Dios.
Quizás ante los hombres habría abandonado una noble carrera como ministro de Dios, pero para él mismo sabría que su vida seguiría consagrada a él mediante el amor de otra hija del creador. Y no hay amor más perfecto que aquel que une a las almas en armonía con el universo que es Dios mismo.
Mientras buscaba al amor de su vida, su corazón estaba angustiado, como en un puño cerrado, pero de una forma muy débil. Atravesó un arroyo de un salto y de inmediato como si sus ojos lo hubieran buscado. Vio algo allí del otro lado. Se agachó, miró, palpó con las yemas de los dedos y sí eran unas huellas hundidas en el barro. Como todo enamorado, había aprendido a observar las manos y los pies de la amada y sabía que el pie de Laura María era pequeño, menudo.
“Dios” –pensó buscando otra huella. Allí estaba, y luego otra y otra. El corazón se le aceleró.
Siguió las huellas entre los arbustos y de repente estas desaparecieron. Pero apareció un perro menudito. El mismo que sabía Laura alimentaba todas las noches. Se miraron y algo en aquellos ojos pequeños y negros pareció indicarle algo importante.
—¿Está por aquí? –le preguntó al perro.
El perro movió la cola y se dio la vuelta. Comenzó a perseguirlo y muy pronto estaba llegando a la boca de una cueva de aspecto imponente. Era una cueva oculta debajo de unas ramas colgantes. Allí se agachó de nuevo ante las pisadas. Ella había entrado allí. El perro, al verlo agacharse se detuvo y se volvió para ladrarle, como diciéndole: vamos, sígueme. Ella está por aquí.
—Te sigo –le dijo.
El perro ladró, se dio la vuelta y se lo devoró la oscuridad.

***

Apenas llevaba unos cuantos metros dentro de la profunda oscuridad, cuando Jorge se convenció de que no podría avanzar mucho. Era demasiado oscuro y sus ojos no se adaptaban a aquello. O se regresaba a buscar una buena linterna o jamás lograría avanzar unos cuantos metros en el interior de aquello. La luz de la boca de la mina había desaparecido y ahora se guiaba por el incesante siseó del perro que iba adelante. De vez en cuando el animal se detenía ladraba y parecía desesperado esperándolo.
Y cuando ya iba a regresar por donde había venido sus pies chocaron con algo metálico. Algo que salió disparado unos metros por delante cuando lo golpeó con la punta del zapato.
—¡Oh! — dijo.
Se agachó y gateando sobre una tierra bastante fría y suelta sus manos comenzaron a tantear en busca de lo que se imaginaba que encontraría allí. Después de unos largos minutos, por fin, sus dedos palparon el objeto. Lo tomó y se enteró con regocijo que se trataba de una linterna. Buscó el botón para accionar el pase de la energía y lo hizo.
La luz, como un cono muy grande se dispersó por todos los rincones. Se puso de pie y observó el panorama. Se trataba de una cueva alta y ancha de paredes redondeadas que parecían haber sido hechas por una maquinaría desconocida al menos para él debido a su perfección. Era como si alguien con conocimientos de barrenado hubiera utilizado una barrena muy grande y luego retirado la tierra. Era una especie de tubo gigante que iba en línea recta hacia el fondo.
Comenzó a seguir al perro que quería correr. Sin pensarlo mucho, y porque le impedía correr como se debe, Jorge, se quitó la sotana y se la ató alrededor de la cintura. Debajo de ella iba como todo un civil: pantalón vaquero, zapatos de cuero y una camiseta blanca. Sin el estorbo de la sotana sus pasos fueron más amplios y en poco tiempo, sin quererlo y porque estaba desesperado, estaba corriendo.
Corrió detrás del perro y se preguntó cuándo llegaría a la meta.
La meta parecía no llegar y la luz de la linterna bailoteaba de un lado al otro rebotando como un globo de manera fantasmal sobre las paredes. No tenía reloj, pero llegó un momento en el cual estuvo convencido de que llevaba más de media hora corriendo. El sudor de la frente y de los sobacos le informó del esfuerzo y cuando fueron las costillas las que le empezaron a doler se detuvo, se dobló y aspiró con fuerza el oxígeno. Era un oxigene helado y con olor a tierra recién removida.
—Dios –dijo tratando de recuperar el aliento.
—¡Guaua! –ladró el perro como apresurándolo.
¿Cuántos kilómetros llevaría recorridos? No lo podría decir, pero si llevaba más de treinta minutos corriendo podría decirse que unos cinco. Se asustó. Cinco kilómetros para una cueva es demasiada distancia.
—Espera un segundo, criatura de Dios –le dijo al perro.
Pensó en el gasto de las baterías y se dijo que tendría que ahorrar porque si aún faltaba una distancia similar o mayor a aquella dudaba de su dirección. Se dijo que haría lo siguiente: alumbraría hacia adelante calculando la distancia. Apagaría el foco y correría hasta esa distancia. Lo volvería a encender unos segundos para ver de nuevo hacia el frente y luego lo apagaría de nuevo. Eso ahorraría energía.
Tomó aire y volvió a ponerse en marcha. Ahora no corriendo sino en un suave trote. Si la distancia que restaba hasta donde estaba Laura era grande eso le ayudaría a no ahogarse como le había pasado en el primer tramo.
Cincuenta minutos más adelante y cuando sentía que necesitaba un descanso más, Jorge, encendió una vez más la linterna y el cono de luz le mostró, allá como a doscientos metros y flotando a unos veinte metros del suelo, una figura de cabello largo y piel muy blanca. El corazón se le llenó de terror y de angustia al ver aquello. ¿Laura flotando sobre el suelo, boca arriba y con las extremidades dobladas hacia abajo, la cabeza colgando y como en una especie de éxtasis?
—Oh, Dios –exclamó sin detenerse—¿Qué es esto?

***

Eso que Jorge contempló desde la distancia había comenzado apenas unos treinta minutos antes, pero llevaba más de cinco horas, del tiempo terrenal, gestándose.
En el interior de Laura María, su alma, yo o consciencia, como le quieran llamar, una batalla terrible se estaba realizando. Al principio había sido ella la sometida, pero poco a poco y porque, se había enterado que lo que padeciera durante tantos años era su mejor arma, ahora era ella la que sometía.
A las ocho de la mañana, aquel ser de otra dimensión, se había presentado ante ella metiéndose en el lugar sagrado donde, en el cuerpo, se establece el alma en los cuerpos. Ella lo había visto desde dentro de ella, entrar como un humo y luego materializarse en aquella imagen de la bruja caníbal de Hansel y Gretel. Y a partir de allí, el miedo se había ido apoderando de ella por completo hasta el punto de caer desmayado su cuerpo físico y doblarse el yo ante la visión.
Aquella cosa que parecía una bruja se le había acercado y mirado con ojos libidinosos, cargados de lujuria, deseo y sobre todo hambre. La bruja, o lo que fuera aquello se acercó a ella y quiso lamerla. Sí. Sacó una larga lengua e inclinado su rostro sobre el de ella para lamerla. Ella, aunque casi hincada y fascinada, había tenido la suficiente fuerza para hacerse a un lado. Había olido, con la nariz espiritual, a aquel engendro y comprobado, mediante el olor, su maldad. Era un olor dulzón y pegajoso, como la miel, pero amargo como la soledad. Aquella cosa, lo captó de inmediato, se la quería tragar. Hacerla desaparecer por completo. Su intención, al meterse en su recinto sagrado era ese: hartársela.
Aquella cosa tenía hambre y había ido al grano: a comer.
Pero ella no se iba a dejar con tanta facilidad. Al conocer sus intenciones se había puesto de pie y concentrando todas sus personalidades, aquellas de los sueños, había reunido todas sus fuerzas y la presencia aquella se había echado atrás, con temor. No era lo suficientemente poderosa para el poder real del alma.
Sin palabras, sólo sintiéndose y conociendo las intenciones, el uno del otro, se enfrascaron en una lucha de almas. El alma oscura contra el alma en crecimiento de Laura. Toda aquella batalla era una especie de mezclas de átomos. Los oscuros contra los blancos, si pensamos en lo bueno y en lo malo. Una batalla espiritual.
No siempre lo bueno le gana a lo malo ni lo malo a la bueno porque el universo, el infinito, todo, es una lucha entre los contrastes. Pero cuando se enfrentan elementos de niveles diferentes siempre gana el de mayor nivel. Y Laura, con sus múltiples personalidades en distintos tiempos y en distintas vidas era superior a aquel ente de otro mundo.
Cuando el alma de Laura, o la suma de todas sus personalidades se hizo una rodeó aquella presencia y su cuerpo físico, en el mundo físico se elevó. Flotó a una determinada altura.
Fue en ese momento en el que llegaron Jorge y Bobby.

***

—¡Señor bendito! –exclamó Jorge echando el chorro de luz sobre el cuerpo de la muchacha que estaba flotando allá arriba.
En la iglesia, en su preparación espiritual como sacerdote, había aprendido a entender, de manera teórica, el bien y el mal. Y siempre lo había dado por hecho: el bien siempre triunfa sobre el mal. Y a veces, el mal se apodera del cuerpo y lo manipula a su antojo. Aquello parecía obra del mal. Y sin embargo, su intuición le decía que no. Que aquello era tan natural en los mundos espirituales como caminar sobre las aguas o transformar el agua en vino. Estaba ante un milagro: la levitación.
El perro, pegado a sus talones, miraba hacia arriba sin comprender que hacía su amiga allá. No ladró. Ladeó la cabeza y trató de mirar mejor aquello. Además, ya no estaba aquel olor horrible y la presencia que lo había hecho huir como un cobarde parecía haber desaparecido.

***

Y así era.
En el interior de Laura, la lucha, parecía haber terminado. Ahora era ella la que se había tragado aquella cosa y mezclada con la pureza y nivel de alma se había fortalecido en cantidad y calidad, porque la luz se traga a la oscuridad cuando aquella es más fuerte que esta.
Todo, volvía a quedar en calma en su interior y las personalidades, en desbandada, se había separado de nuevo yéndose hacia sus propios mundos y tiempos. A seguir el trabajo iniciado.

***

—No aparece, Javi. No aparece –le dijo Leticia a Javier, con lágrimas en los ojos, aquella tarde cuando el sol empezaba a desaparecer en el horizonte y regresaban de una agotadora búsqueda.
Tanto ellos como mucha gente del pueblo habían regresado a sus hogares y parecían agotados y decepcionados de los resultados obtenidos hasta el momento. Laura María Fernández Arita, de veinte años había desaparecido.
Y por cierto ¿Dónde estaba el cura amigo de ella? ¿Qué se había hecho? Nadie le había vuelto a ver después del mediodía. ¿Acaso se había perdido también? ¿O es que acaso la historia de un secuestro por parte del religioso era cierta?

***

La búsqueda se prolongó durante varios días. Además, ahora, se buscaba a los dos desaparecidos.