miércoles, 27 de julio de 2016

Capítulo 4





La partida, entonces, fue el viernes muy temprano de esa misma semana. A Laura María que días antes dicha actividad le hubiera parecido algo insustancial, la movía a una gran excitación y expectativa.

El Ford F—100 de su padre era una máquina verdaderamente enorme de color azul con rayas blancas en los costados. Un automóvil casi nuevo si se tenía en cuenta que lo había comprado apenas dos años antes y con el cuidado que lo trataba ni un solo rayón se veía en sus costados. Cargaron en la parte trasera y atadas con lazos y cubiertas con un grueso plástico, todas las maletas y pegados los unos a los otros en el enorme y único asiento delantero se dispusieron a salir rumbo al Limón.
—¿Llevan todo? –les preguntó por décima vez doña Ángela.
El punto de reunión, para amarrar todas las cosas en la paila del vehículo había sido en casa de Laura.
—Sí, mami. No te preocupes.
—Qué Dios mes los cuide— dijo la mujer haciéndoles la señal de la cruz.
Laura miró aquel gesto y más adelante lo recordaría mucho, sobre todo cuando alguien especial le explicara todos aquellos movimientos de la mano al trazar la cruz.
Así pues, a las siete de la mañana del viernes y con muchas expectativas en el rostro salieron por el portón principal de la casa de los Fernández Arita.
—Es un buen día –dijo Erik que iba justo en la ventana.
Este puesto se lo habían peleado como perros y gatos durante un buen rato hasta que don Óscar les dio la simple idea de irse turnando el lugar ya que el viaje era largo y agotador. Estuvieron de acuerdo con la salomónica solución y ya no siguieron. La única que no se enfrascó en dicha lucha fue Laura pues ella no entraba en el trueque. Ella llevaba el Ford porque prácticamente era la dueña.
—Yo te puedo ayudar a conducir –le dijo Javier con tono zalamero—. Tengo mi licencia en regla y todo eso.
—Ya veremos –fue la única respuesta, pero en el fono ella quería experimentar el viaje como conductora. Nunca había manejado el enorme auto de su padre y le parecía la mar de emocionante poder hacerlo.
A las ocho de la mañana comenzaron a subir por las laderas de La Montañita dejando atrás la aldea de Suyapa donde se alzaba la vieja ermita de la patrona de los hondureños y a la par se construía la nueva. Poco a poco, todos veían en la lejanía las pequeñas casas y edificios hacerse cada vez más pequeñas.
La carretera, como había dicho su padre, estaba en muy mal estado y apenas si podía contener a un vehículo en marcha por su escasa anchura. Lo bueno era que en aquellos tiempos muy pocos automóviles transitaban por el lugar y fueron pocas las veces que tuvieron que hacerse a un lado para que un automóvil en vía contraria pasara junto a ellos con gran dificultad.
En algún momento dejaron de ver Tegucigalpa porque los altos robles, pinos, encinos y demás vegetación les tapó la vista y porque además se habían internado entre los pliegues de los cerros que parecían hundirse en las faldas de la montaña. Subieron por empinadas cuestas con la marcha doble en funcionamiento y vieron con horror algunos barrancos bastantes profundos a un lado de la calle.
—¿Te imaginas yendo a caer allá abajo? –dijo Erik mirando hacia afuera y hacia las hondonadas. En esa ocasión se dirigía a Javier quien iba a su lado—. No quedaría ni el cuento.
Cuando dieron las diez de la mañana terminaron de subir un sinnúmero de cuestas y pasar junto a profundos barrancos y llegaron a la cima de la montaña. De allí sólo era bajada y comenzaron a bajar por el lado sur de La Montañita hacía la oquedad que formaban ésta y el cerro de Uyuca.
La calle iba hacia abajo, pero a Laura María, que llevaba el volante, le parecía que era aún más peligroso que a la subida porque en cualquier momento un bache o una piedra en el camino se lo podría arrancar. Pero eso sí, avanzaban más rápido.
La vegetación, a medida que avanzaban se iba haciendo más agreste, más verde y más húmeda; lo podían sentir en el oxígeno que emanaba de ella. A Laura María le pareció tan solo y abandonado todo aquello y pensaba que posiblemente en un futuro no muy lejano, desaparecería.
En varias ocasiones vieron animales del bosque como venados pequeños y grandes, conejos, serpientes, halcones, hasta un quetzal subido en la más alta de las ramas de un pino.
Pasaron, casi a la una de la tarde, junto a una pequeña comunidad cuyos habitantes salieron a observar el vehículo pasar.
A la una comenzaron a sentir hambre y Laura María les propuso detenerse y sacar los que llevaban. Su madre les había arreglado, en varios recipientes metálicos que más adelante utilizarían para comer en el pueblo, un buen almuerzo para cada uno de ellos. Se detuvieron a comer en una especie de claro en el bosque. Salieron de la solitaria carretera de tierra y aparcaron debajo de un pino. El sol estaba en pleno trabajo, pero ellos casi ni lo sentían.
Tirados, formando una especie de círculo, sentados, sobre la grama, sacaron la comida y dieron buena cuenta de ella.
—¿Crees que algún día llegue hasta aquí la civilización? –preguntó Erik a Javier entre el intervalo de un bocado.
—Dice mi padre que es agente de bienes raíces que muy pronto todas las tierras que están en Tegucigalpa van a comenzar a ser pocas debido al crecimiento de la población. Es probable que dentro de unos treinta años todo esto esté poblado. O quizás menos. Pero quien sabe.
Desde el lugar donde estaban, justo enfrente de la trompa del Ford y teniendo a su izquierda una especie de plantel aplanado por maquinas, se veía en el horizonte, en aquella dirección, más y más cerros casi azules. Las nubes en el cielo límpido flotaban apacibles como copos de nieve muy grandes yendo hacia el norte.
—Algún día –dijo Erik con su tono de fanfarrón—, voy a ser dueño de una constructora y voy a…
—¿Y porque no estudiaste ingeniería, entonces? –le preguntó Leticia.
—Mis padres… piensan que como médico puedo ejercer en cualquier parte del planeta.
—¿Eso quiere decir que después de graduarte te irás del país? –preguntó Javier.
—Mis padres andan del timbo al tambo y yo tengo que seguirlos a todos lados.
—¿Has estado en muchos países? –preguntó Laura.
—No muchos. En Perú, en Costa Rica y ahora aquí en Honduras.
—Por eso hablas muy bien el castellano –observó Leticia.
—Desde pequeño he estado escuchando hablar a la gente español. Sólo mis padres me hablaban en inglés.
—¿Y de todos los países en dónde has estado cuál te ha gustado más? –preguntó Javier sonsacándolo.
—Todos son iguales. Sólo la gente es un poco diferente en cuanto a las costumbres. La corrupción política es en todos lados, Dios también, creo que lo único distinto es el dinero.
Todos sonrieron.
—¿Y ustedes porque eligieron medicina? –preguntó en general.
—Yo porque siempre quise ser doctora –dijo Leticia.
—Yo, porque se gana mucho dinero –dijo Javier haciendo un ojito.
Laura tardó en responder. Iba a decir que porque ella quería conocerse a sí misma y poder curarse. Pero no dijo eso, nunca le había gustado conmiserarse a sí misma y no era el momento de comenzar.
—Quiero ayudar a la gente –dijo.
Terminaron de comer y volvieron a ponerse en marcha cuando el sol comenzó a calentar menos. Eran casi las dos de la tarde.

***

A las tres y media, después de salir de una curva, vieron por fin, allá abajo, el valle del Zamorano. Era una extensión plana muy grande que parecía perderse en la lejanía. Ellos aún estaban bajando las faldas del Uyuca.
—El Limón –dijo Laura bajando un poco la marcha y señalando hacia los cerros que se acumulaban casi al final del valle— queda en aquellos cerros.
—Falta su dieciséis –dijo Erik.
Frases como esa le encantaban y las repetía hasta que las gastaba. Todas eran de uso popular y había logrado formar su propio repertorio. Hondureñismos como: un dieciséis, macizo, macanudo, tuanis, ajá loco… y muchas más eran de su uso cotidiano y lo más interesante es que las utilizaba en los momentos adecuados.
—Así es –dijo Laura—. Falta su dieciséis.
Llegaron a la comunidad del Zamorano casi al borde de las cinco de la tarde. Y Laura estaba segura que no alcanzarían a llegar al Limón aquel día cuando se detuvo ante unas personas que le pedían las llevara en el desvío de dicho pueblo:
—Disculpe –preguntó Erik— ¿Falta mucho para llegar al Limón?
—¿El Limón? Allá es –señaló hacia los cerros en la lejanía.
Se veía subir una línea blanca entre los verdes árboles.
—¿Cree que lleguemos hoy?
—Con ese carro sí. Pero de noche.
Le dieron las gracias al individuo y tomaron la decisión de no subir hasta el día siguiente.
—Busquemos donde quedarnos.
Aparcaron el Ford justo donde se encontraba la entrada a la Escuela Agrícola y comenzaron a indagar con varias personas si sabían dónde había alojamiento o algo parecido. Nadie parecía saber.
—Por lo visto –dijo Leticia— tendremos que dormir en el auto.
—Yo me apunto a dormir contigo –dijo de inmediato Erik.
Leticia que no era de muchas bromas le echó una mirada asesina y siguió preguntando.
Estaban en una intersección donde confluían varias calles, todas iban a distintos poblados.
—Creo que, en la aldea del Zamorano, allá arriba –les señaló una calle que doblaba hacia la izquierda –pueden encontrar una posada.
—¡Gracias! –le dijo Laura verdaderamente emocionada.
Se volvieron a subir al auto y la emprendieron hacia donde les habían indicado.
Llegaron al verdadero pueblo del Zamorano casi a cinco de la tarde. Después de preguntar y perderse un par de veces llegaron a su destino. Se trataba de una posada pequeña que sólo tenía cinco habitaciones y tres de ellas ya estaban ocupadas. Conque decidieron meterse dos y dos. Erik insistió en quedarse con Leticia y que Javier buscara como arreglárselas con Laura. Ambas mujeres lo miraron con ojos asesinos y dejó de molestar. Al final los dos hombres quedaron en una habitación y las dos mujeres en la otra. No hubo más discusión.
Metieron el Ford a un patio trasero de la casa y les aseguraron que allí nadie tocaría nada, pero ellos subieron las maletas a sus habitaciones y se dispusieron a buscar donde cenar.
—Yo misma les prepararé algo, si gustan –les dijo la dueña del local.
Gustaron. Y a las siete de la noche e iluminados por una bombilla pálida comieron su primera cena en el campo. Si hubieran seleccionado aquel pueblo hubiera sido muy agradable, porque la comida era muy rica y además había un hotel. Pero el doctor Santos había sido muy claro al respecto: mientras más lejos de la civilización mejor.
—¿Hay electricidad en El Limón? –preguntó Erik.
—No. Según mi padre ni siquiera hay planes de ponerla.
—Eso quiere decir que nos vamos a alumbrar con candil y ocote –dijo Javier sonriendo.
—Eso quiere decir –dijo Erik— que vamos a escuchas muchas historias de aparecidos, cadejos, chulas y todo lo demás.
—Seguramente –dijo Leticia.

***

Se acostaron muy temprano para salir muy temprano al siguiente día. Porque según lo planeado, el sábado ya deberían de tener una visión general del pueblo. Además, para entonces, todo el pueblo ya estaría enterados de su presencia en el pueblo.
Laura se durmió un poco después que Leticia. Estuvo un buen rato mirando el techo de la casa y escuchando el silencio de la noche. Cuando cerró los ojos eran casi las diez de la noche.
Soñó con su llegada al Limón. Era algo raro porque jamás había estado en él, pero se le presentó, tal como era (el día siguiente lo verificaría y se asombraría).
En el sueño, después de varias horas de subir una carretera en mal estado, llegaba hasta un portón de alambre. Javier y Erik bajaban y abrían el portón mientras ella hacia entrar el Ford. Después, detrás de ella, sus compañeros cerraban el portón y se subían en la parte trasera mientras le gritaban que siguiera adelante. Ponía el auto en marcha y comenzaba a avanzar por un terreno cubierto de grama y con dos huellas apenas visibles entre un bosque inmenso de pinos.
Avanzaba con la mirada fija en las huellas para no salirse del camino. En el sueño, porque extrañamente, era consciente que era un sueño, el Ford no era azul sino verde y parecía confundirse con el verde de la vegetación. El cielo era de un azul mar casi brillante y todo era muy especial. Pero había algo en el ambiente. Presentía que más adelante algo iba a suceder.
El auto, después de haber marchado por terreno seguro se encontraba, tras un recodo con la figura de un hombre vestido de sacerdote, pero sin rostro. Y de fondo, como si ese fuera el destino de su viaje, la boca de una cueva de boca negra parecía llamarles.
Sus compañeros, incluyendo a Leticia quien viajaba a su lado en la cabina habían desaparecido. Ella miraba hacia todos lados y no la veía, entonces la llamaba. Nadie le contestaba. Cuando estaba a punto de llegar a la puerta de la cueva oscura pisaba los frenos a fondo y estos no reaccionaban. La oscuridad se la engullía por completo y empezaba a tener miedo. Mucho miedo.
Allí terminaba el sueño, pero a su oído, antes de hundirse en la oscuridad llegaba una voz con una palabra única que decía: paciencia.
Se despertó, después del sueño, debían de ser las doce o la una de la madrugada. Todo estaba más oscuro que al cerrar los ojos y no sonaba ni siquiera la respiración de Leticia que la cama de al lado dormía. Se removió un poco debajo de las sábanas y trató de mirar algo. Era como haber pasado del sueño a la realidad y encontrarse que eran la misma cosa.
Paciencia, paciencia, paciencia repetía su cabeza como un eco. La voz era cálida y conciliadora. Lo que contrastaba con la oscuridad que se la tragaba.
Estuvo pensando en el posible significado del sueño, pero no le encontró ninguno. Ella no era aficionada a los horóscopos, ni a los rituales religiosos; no creía en brujería, y hasta dudaba de la existencia de Dios, así que no le dio muchas vueltas al asunto. Cerró los ojos y tardó menos tiempo del esperado para volver a caer en un profundo sueño.
En el exterior, reinaba la calma y los techos de las casas, de tejas anaranjadas, eran bañados por una suave luna creciente. Las sombras en las callejuelas empedradas parecían fijos guardias de las casas dormidas. Una sombra imperceptible pareció moverse sobre el alero de la posada.

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