La partida, entonces, fue el viernes muy temprano de esa misma semana. A
Laura María que días antes dicha actividad le hubiera parecido algo
insustancial, la movía a una gran excitación y expectativa.
El Ford F—100 de su padre era una máquina
verdaderamente enorme de color azul con rayas blancas en los costados. Un
automóvil casi nuevo si se tenía en cuenta que lo había comprado apenas dos
años antes y con el cuidado que lo trataba ni un solo rayón se veía en sus
costados. Cargaron en la parte trasera y atadas con lazos y cubiertas con un
grueso plástico, todas las maletas y pegados los unos a los otros en el enorme
y único asiento delantero se dispusieron a salir rumbo al Limón.
—¿Llevan todo? –les preguntó por décima vez doña
Ángela.
El punto de reunión, para amarrar todas las cosas
en la paila del vehículo había sido en casa de Laura.
—Sí, mami. No te preocupes.
—Qué Dios mes los cuide— dijo la mujer haciéndoles
la señal de la cruz.
Laura miró aquel gesto y más adelante lo recordaría
mucho, sobre todo cuando alguien especial le explicara todos aquellos
movimientos de la mano al trazar la cruz.
Así pues, a las siete de la mañana del viernes y
con muchas expectativas en el rostro salieron por el portón principal de la
casa de los Fernández Arita.
—Es un buen día –dijo Erik que iba justo en la
ventana.
Este puesto se lo habían peleado como perros y
gatos durante un buen rato hasta que don Óscar les dio la simple idea de irse
turnando el lugar ya que el viaje era largo y agotador. Estuvieron de acuerdo
con la salomónica solución y ya no siguieron. La única que no se enfrascó en
dicha lucha fue Laura pues ella no entraba en el trueque. Ella llevaba el Ford
porque prácticamente era la dueña.
—Yo te puedo ayudar a conducir –le dijo Javier con
tono zalamero—. Tengo mi licencia en regla y todo eso.
—Ya veremos –fue la única respuesta, pero en el
fono ella quería experimentar el viaje como conductora. Nunca había manejado el
enorme auto de su padre y le parecía la mar de emocionante poder hacerlo.
A las ocho de la mañana comenzaron a subir por las
laderas de La Montañita dejando atrás la aldea de Suyapa donde se alzaba la vieja
ermita de la patrona de los hondureños y a la par se construía la nueva. Poco a
poco, todos veían en la lejanía las pequeñas casas y edificios hacerse cada vez
más pequeñas.
La carretera, como había dicho su padre, estaba en
muy mal estado y apenas si podía contener a un vehículo en marcha por su escasa
anchura. Lo bueno era que en aquellos tiempos muy pocos automóviles transitaban
por el lugar y fueron pocas las veces que tuvieron que hacerse a un lado para
que un automóvil en vía contraria pasara junto a ellos con gran dificultad.
En algún momento dejaron de ver Tegucigalpa porque
los altos robles, pinos, encinos y demás vegetación les tapó la vista y porque
además se habían internado entre los pliegues de los cerros que parecían
hundirse en las faldas de la montaña. Subieron por empinadas cuestas con la
marcha doble en funcionamiento y vieron con horror algunos barrancos bastantes
profundos a un lado de la calle.
—¿Te imaginas yendo a caer allá abajo? –dijo Erik
mirando hacia afuera y hacia las hondonadas. En esa ocasión se dirigía a Javier
quien iba a su lado—. No quedaría ni el cuento.
Cuando dieron las diez de la mañana terminaron de
subir un sinnúmero de cuestas y pasar junto a profundos barrancos y llegaron a
la cima de la montaña. De allí sólo era bajada y comenzaron a bajar por el lado
sur de La Montañita hacía la oquedad que formaban ésta y el cerro de Uyuca.
La calle iba hacia abajo, pero a Laura María, que
llevaba el volante, le parecía que era aún más peligroso que a la subida porque
en cualquier momento un bache o una piedra en el camino se lo podría arrancar.
Pero eso sí, avanzaban más rápido.
La vegetación, a medida que avanzaban se iba
haciendo más agreste, más verde y más húmeda; lo podían sentir en el oxígeno
que emanaba de ella. A Laura María le pareció tan solo y abandonado todo
aquello y pensaba que posiblemente en un futuro no muy lejano, desaparecería.
En varias ocasiones vieron animales del bosque como
venados pequeños y grandes, conejos, serpientes, halcones, hasta un quetzal
subido en la más alta de las ramas de un pino.
Pasaron, casi a la una de la tarde, junto a una
pequeña comunidad cuyos habitantes salieron a observar el vehículo pasar.
A la una comenzaron a sentir hambre y Laura María
les propuso detenerse y sacar los que llevaban. Su madre les había arreglado,
en varios recipientes metálicos que más adelante utilizarían para comer en el
pueblo, un buen almuerzo para cada uno de ellos. Se detuvieron a comer en una
especie de claro en el bosque. Salieron de la solitaria carretera de tierra y
aparcaron debajo de un pino. El sol estaba en pleno trabajo, pero ellos casi ni
lo sentían.
Tirados, formando una especie de círculo, sentados,
sobre la grama, sacaron la comida y dieron buena cuenta de ella.
—¿Crees que algún día llegue hasta aquí la
civilización? –preguntó Erik a Javier entre el intervalo de un bocado.
—Dice mi padre que es agente de bienes raíces que
muy pronto todas las tierras que están en Tegucigalpa van a comenzar a ser
pocas debido al crecimiento de la población. Es probable que dentro de unos
treinta años todo esto esté poblado. O quizás menos. Pero quien sabe.
Desde el lugar donde estaban, justo enfrente de la
trompa del Ford y teniendo a su izquierda una especie de plantel aplanado por
maquinas, se veía en el horizonte, en aquella dirección, más y más cerros casi
azules. Las nubes en el cielo límpido flotaban apacibles como copos de nieve
muy grandes yendo hacia el norte.
—Algún día –dijo Erik con su tono de fanfarrón—,
voy a ser dueño de una constructora y voy a…
—¿Y porque no estudiaste ingeniería, entonces? –le
preguntó Leticia.
—Mis padres… piensan que como médico puedo ejercer
en cualquier parte del planeta.
—¿Eso quiere decir que después de graduarte te irás
del país? –preguntó Javier.
—Mis padres andan del timbo al tambo y yo tengo que
seguirlos a todos lados.
—¿Has estado en muchos países? –preguntó Laura.
—No muchos. En Perú, en Costa Rica y ahora aquí en
Honduras.
—Por eso hablas muy bien el castellano –observó Leticia.
—Desde pequeño he estado escuchando hablar a la
gente español. Sólo mis padres me hablaban en inglés.
—¿Y de todos los países en dónde has estado cuál te
ha gustado más? –preguntó Javier sonsacándolo.
—Todos son iguales. Sólo la gente es un poco
diferente en cuanto a las costumbres. La corrupción política es en todos lados,
Dios también, creo que lo único distinto es el dinero.
Todos sonrieron.
—¿Y ustedes porque eligieron medicina? –preguntó en
general.
—Yo porque siempre quise ser doctora –dijo Leticia.
—Yo, porque se gana mucho dinero –dijo Javier
haciendo un ojito.
Laura tardó en responder. Iba a decir que porque
ella quería conocerse a sí misma y poder curarse. Pero no dijo eso, nunca le
había gustado conmiserarse a sí misma y no era el momento de comenzar.
—Quiero ayudar a la gente –dijo.
Terminaron de comer y volvieron a ponerse en marcha
cuando el sol comenzó a calentar menos. Eran casi las dos de la tarde.
***
A las tres y media, después de salir de una curva,
vieron por fin, allá abajo, el valle del Zamorano. Era una extensión plana muy
grande que parecía perderse en la lejanía. Ellos aún estaban bajando las faldas
del Uyuca.
—El Limón –dijo Laura bajando un poco la marcha y
señalando hacia los cerros que se acumulaban casi al final del valle— queda en
aquellos cerros.
—Falta su dieciséis –dijo Erik.
Frases como esa le encantaban y las repetía hasta
que las gastaba. Todas eran de uso popular y había logrado formar su propio
repertorio. Hondureñismos como: un dieciséis, macizo, macanudo, tuanis, ajá
loco… y muchas más eran de su uso cotidiano y lo más interesante es que las
utilizaba en los momentos adecuados.
—Así es –dijo Laura—. Falta su dieciséis.
Llegaron a la comunidad del Zamorano casi al borde
de las cinco de la tarde. Y Laura estaba segura que no alcanzarían a llegar al
Limón aquel día cuando se detuvo ante unas personas que le pedían las llevara
en el desvío de dicho pueblo:
—Disculpe –preguntó Erik— ¿Falta mucho para llegar
al Limón?
—¿El Limón? Allá es –señaló hacia los cerros en la
lejanía.
Se veía subir una línea blanca entre los verdes
árboles.
—¿Cree que lleguemos hoy?
—Con ese carro sí. Pero de noche.
Le dieron las gracias al individuo y tomaron la
decisión de no subir hasta el día siguiente.
—Busquemos donde quedarnos.
Aparcaron el Ford justo donde se encontraba la
entrada a la Escuela Agrícola y comenzaron a indagar con varias personas si
sabían dónde había alojamiento o algo parecido. Nadie parecía saber.
—Por lo visto –dijo Leticia— tendremos que dormir
en el auto.
—Yo me apunto a dormir contigo –dijo de inmediato
Erik.
Leticia que no era de muchas bromas le echó una
mirada asesina y siguió preguntando.
Estaban en una intersección donde confluían varias
calles, todas iban a distintos poblados.
—Creo que, en la aldea del Zamorano, allá arriba
–les señaló una calle que doblaba hacia la izquierda –pueden encontrar una
posada.
—¡Gracias! –le dijo Laura verdaderamente
emocionada.
Se volvieron a subir al auto y la emprendieron
hacia donde les habían indicado.
Llegaron al verdadero pueblo del Zamorano casi a
cinco de la tarde. Después de preguntar y perderse un par de veces llegaron a
su destino. Se trataba de una posada pequeña que sólo tenía cinco habitaciones
y tres de ellas ya estaban ocupadas. Conque decidieron meterse dos y dos. Erik
insistió en quedarse con Leticia y que Javier buscara como arreglárselas con
Laura. Ambas mujeres lo miraron con ojos asesinos y dejó de molestar. Al final
los dos hombres quedaron en una habitación y las dos mujeres en la otra. No
hubo más discusión.
Metieron el Ford a un patio trasero de la casa y
les aseguraron que allí nadie tocaría nada, pero ellos subieron las maletas a
sus habitaciones y se dispusieron a buscar donde cenar.
—Yo misma les prepararé algo, si gustan –les dijo
la dueña del local.
Gustaron. Y a las siete de la noche e iluminados
por una bombilla pálida comieron su primera cena en el campo. Si hubieran
seleccionado aquel pueblo hubiera sido muy agradable, porque la comida era muy
rica y además había un hotel. Pero el doctor Santos había sido muy claro al
respecto: mientras más lejos de la civilización mejor.
—¿Hay electricidad en El Limón? –preguntó Erik.
—No. Según mi padre ni siquiera hay planes de
ponerla.
—Eso quiere decir que nos vamos a alumbrar con
candil y ocote –dijo Javier sonriendo.
—Eso quiere decir –dijo Erik— que vamos a escuchas
muchas historias de aparecidos, cadejos, chulas y todo lo demás.
—Seguramente –dijo Leticia.
***
Se acostaron muy temprano para salir muy temprano
al siguiente día. Porque según lo planeado, el sábado ya deberían de tener una
visión general del pueblo. Además, para entonces, todo el pueblo ya estaría
enterados de su presencia en el pueblo.
Laura se durmió un poco después que Leticia. Estuvo
un buen rato mirando el techo de la casa y escuchando el silencio de la noche.
Cuando cerró los ojos eran casi las diez de la noche.
Soñó con su llegada al Limón. Era algo raro porque
jamás había estado en él, pero se le presentó, tal como era (el día siguiente
lo verificaría y se asombraría).
En el sueño, después de varias horas de subir una
carretera en mal estado, llegaba hasta un portón de alambre. Javier y Erik
bajaban y abrían el portón mientras ella hacia entrar el Ford. Después, detrás
de ella, sus compañeros cerraban el portón y se subían en la parte trasera
mientras le gritaban que siguiera adelante. Ponía el auto en marcha y comenzaba
a avanzar por un terreno cubierto de grama y con dos huellas apenas visibles
entre un bosque inmenso de pinos.
Avanzaba con la mirada fija en las huellas para no
salirse del camino. En el sueño, porque extrañamente, era consciente que era un
sueño, el Ford no era azul sino verde y parecía confundirse con el verde de la
vegetación. El cielo era de un azul mar casi brillante y todo era muy especial.
Pero había algo en el ambiente. Presentía que más adelante algo iba a suceder.
El auto, después de haber marchado por terreno
seguro se encontraba, tras un recodo con la figura de un hombre vestido de
sacerdote, pero sin rostro. Y de fondo, como si ese fuera el destino de su
viaje, la boca de una cueva de boca negra parecía llamarles.
Sus compañeros, incluyendo a Leticia quien viajaba
a su lado en la cabina habían desaparecido. Ella miraba hacia todos lados y no
la veía, entonces la llamaba. Nadie le contestaba. Cuando estaba a punto de
llegar a la puerta de la cueva oscura pisaba los frenos a fondo y estos no
reaccionaban. La oscuridad se la engullía por completo y empezaba a tener
miedo. Mucho miedo.
Allí terminaba el sueño, pero a su oído, antes de
hundirse en la oscuridad llegaba una voz con una palabra única que decía:
paciencia.
Se despertó, después del sueño, debían de ser las
doce o la una de la madrugada. Todo estaba más oscuro que al cerrar los ojos y
no sonaba ni siquiera la respiración de Leticia que la cama de al lado dormía.
Se removió un poco debajo de las sábanas y trató de mirar algo. Era como haber
pasado del sueño a la realidad y encontrarse que eran la misma cosa.
Paciencia, paciencia, paciencia repetía su cabeza como un eco. La voz era cálida y
conciliadora. Lo que contrastaba con la oscuridad que se la tragaba.
Estuvo pensando en el posible significado del
sueño, pero no le encontró ninguno. Ella no era aficionada a los horóscopos, ni
a los rituales religiosos; no creía en brujería, y hasta dudaba de la
existencia de Dios, así que no le dio muchas vueltas al asunto. Cerró los ojos
y tardó menos tiempo del esperado para volver a caer en un profundo sueño.
En el
exterior, reinaba la calma y los techos de las casas, de tejas anaranjadas,
eran bañados por una suave luna creciente. Las sombras en las callejuelas
empedradas parecían fijos guardias de las casas dormidas. Una sombra
imperceptible pareció moverse sobre el alero de la posada.
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