La noche pasó como un rayo para Laura María. Cuando se despertó al día
siguiente, eran las siete de la mañana y el sol ya estaba entrando por las cortinas
corridas de la ventana—puerta del balcón. Sobre la cama, ella, se removió algo
inquieta. Todo lo sucedido la noche anterior parecía un sueño metido dentro de
otros sueños.
Recordaba haberse metido a la tina de baño, tomar
una de las hojas de afeitar y llevarla, dispuesta, hacia la muñeca. Allí una
luz la obligaba a detenerse y los sueños mezclados tan vividos. Volvía una y
otra vez a ellos como el alcohólico vuelve a la botella todos los días
comprendiendo que allí está su perdición. Le provocaban, por primera vez,
aquellas cosas, cierta sensación de angustia en el corazón. Era algo nuevo para
ella. Como si los temores de aquellos seres de otros tiempos y latitudes se le
hubieran unido a ella en un solo instante.
Se quedó quieta, con la cabeza en la almohada,
mirando fijamente hacia el techo. Debajo del edredón estaba totalmente desnuda
tal como ella misma se había dejado la noche anterior. Por fin sentía algo. Y
aunque fueran los sentimientos de otras personas, que, de alguna manera, eran
ella, por fin sentía algo.
Era martes y tenía clases a las nueve de la mañana
en la facultad. Apartó a un lado el edredón y salió despacio de la cama. El
ambiente estaba empezando a ponerse cálido. La piel se le puso de gallina sólo
de pensar en lo que había estado a punto de hacer.
Entró al baño, hizo sus necesidades y luego se
bañó. Al correr la cortina de la ducha vio, y al hacerlo sintió un agradable
calorcito en la nuca, las hojas de afeitar colocadas a ambos lados de la tina.
Las hojas brillantes del acerco parecieron sonreírle desde la orilla de la
bañera. Las tomó con mucho cuidado y las colocó en sus estuches de papel los
cuales seguían caídos por cada lado. Las guardó en el fondo del botiquín junto
al espejo.
—Casi –dijo enviándole una sonrisa al espejo. Éste
se la devolvió amablemente.
El agua tibia sobre su cuerpo activó muchos
sentidos. Era también algo nuevo. Era agradable poder sentir todo aquello con
otra visión. Su cerebro, acostumbrado al dolor interno parecía haber despertado
al ambiente. Así que dejó que todo sucediera. ¿Acaso necesitaba aquel shock
para despertar?
Tomó la esponja y con suavidad y meticulosidad se
restregó los brazos, los senos, el vientre, las piernas, la entrepierna… todo.
A cada contacto con el rugoso objeto parecía estremecerse.
—Esto es bueno –le dijo a la soledad del cuarto de
baño.
Estuvo más de lo acostumbrado bañándose y cuando
menos lo esperaba hizo lo que nunca antes había hecho. En uno de los roces con
el paste sobre su sexo, experimentó por primera vez, la deliciosa sensación que
éste proporcionaba. Y como una adolescente que acaba de descubrir dicha novedad
se sentó en la orilla de la tina y comenzó a investigar aquello.
—¡Oh, cielos! –dijo emocionada.
Media hora después, con el rostro congestionado,
las piernas muy débiles y con cierta sensación de culpa en la consciencia,
salió del baño. Una sonrisa amplia y verdadera, por fin, surgía de su rostro.
Se sentía viva por primera vez. ¿Pero dónde había estado durante los últimos
veinte años de su vida todo aquello?
Buscó en su closet la mejor ropa posible, algo
inusual en ella. Descubrió, algo horrorizada que sólo tenía ropa sosa, cansina
y aburrida. ¿Cuándo se había fijado en eso?
Así que utilizó lo mejor que encontró que no fue
mucho y meticulosamente se peinó la larga cabellera frente al espejo. No quería
usar maquillaje, pues nunca había sido de su agrado, pero lo hizo utilizando
unas sombras muy tenues sobre los parpados y luego un poco de carmín en los
labios. Le gustó el resultado cuando el espejo se lo informó.
Era bonita, tenía un cuerpo verdaderamente
atractivo y no veía porque no comenzar a ser mujer de una vez. Lo sentido en el
baño era toda novedad.
Quedó un buen rato mirándose al espejo con
perplejidad.
“¡Esta soy yo!”
Sonrió ante la idea de ser vista aquel día. El
corazón, emocionado por la expectativa, comenzó a latir un poquito más rápido.
Miró el reloj de muñeca que tenía cerca de los libros: casi las ocho. Tomó sus
cosas y bajó al primer piso.
—Buenos días, señorita –le dijo la cocinera
asomándose por la puerta de la cocina —¿Va a tomar algo?
—Buenos días, Olivia. Claro que sí.
Algo en el tono de su propia voz parecía haber
cambiado y le asustó. La cocinera, quizás también asustada, se asomó un poco
más por la puerta de la cocina y la observó con ojos curiosos. Seguramente, la
señorita estaba enferma.
Desayunó con mucho apetito y experimentando, quizás
por primera vez, el verdadero saber del jugo de naranja y de los frijoles
recién fritos. Pidió más tortillas calientes y se preguntó si podría comerse
otro huevo estrellado. Al final decidió que no.
Las costumbres en su casa eran muy sencillas: la
hora del desayuno era a las siete de la mañana, si alguien no estaba en la mesa
a esa hora se comenzaba sin él y no se le llamaba. Cuando alguien, por equis
motivo, se desvelaba o no podía acudir a la mesa se le servía después. Las
vidas eran independientes y cada cual tenías sus propias actividades. Los
padres, últimamente se llevaban viajando por todo el país, su hermano en sus
cursos de medicina y ella en su tercer año en la facultad. Cada quien en lo
suyo.
“Con que los vea de vez en cuando” decía su madre.
Y todos los días se veían ya fuera a la hora de la
cena o en el desayuno. Era la primera vez, en mucho tiempo, que ella faltaba al
desayuno. Y, también por primera vez, lo sintió de veras. Ese era el único
momento real en el cual podía compartir con su familia. ¿Dónde habían estado
metidas todo aquel tiempo aquellas emociones?
Terminó de desayunar y le dio las gracias a Olivia.
Ésta, con aprehensión, volvió a mirarla de pies a cabeza como si aquello que
tenía enfrente no fuera su querida Laura María. Pero no dijo nada.
La muchacha se lavó los dientes, enjuagó la boca y
salió con sus librotes hacia las clases. Eran las ocho y media de la mañana.
***
—Y –concluía el doctor Amílcar Santos levantando un
dedo y mirando a los atentos alumnos— tendrán que atender a todas las personas
de los alrededores. Serán diez puntos sobre cien. Así que quien quiera
apuntarse estaré en mi oficina después de la clase.
Laura María, a quien todos sus compañeros, parecían
estar descubriendo por primera vez levantó la mano derecha. El doctor Santos la
señaló dándole la palabra.
—¿De cuántas personas tiene que ser el grupo?
—Dos hacen pareja –dijo filosóficamente el doctor
contando con los dedos como si hiciera unos difíciles cálculos mentales. — Tres
ya es un trío –todos sonrieron— creo que mejor cuatro para que se hagan
compañía. Grupos de cuatro, señorita Fernández. ¿Les parece?
Nadie dijo nada así que se aceptó aquello.
Al final de la clase, los que siempre se juntaban
para trabajar en equipo se le acercaron.
—Reunámonos –les dijo Laura.
Formaron un círculo con sillas en un rincón del
salón y hablaron.
La propuesta del doctor Santos, era muy sencilla,
pero necesitaba planificación y decisión.
“El problema, en la mayoría de los países
latinoamericanos y de muchos países subdesarrollados –les había dicho— es que
nadie le toma importancia a la prevención. Y como ustedes habrán leído en su
hojita de matrícula esta clase se llama prevención— algunas risas—. Así que
vamos a dejarnos de tantas teorías de lo que es, lo que sucede y no sucede
cuando se previene o no se previene. Los jóvenes ya saben lo que sucede cuando
no se previene –más risas—. Esta clase es eminentemente práctica y les voy a
proporcionar la oportunidad de hacerla aún más práctica. En grupos, o equipos,
como les quieran llamar, van a seleccionar una comunidad lo más lejos posible
de la ciudad y se van a desplazar a ella para vivir, una semana completa entre
los pobladores. Pero no crean que sólo van a llegar, establecerse y dedicarse a
comer naranjas, plátanos o ciruelas, no—más sonrisas—. El objetivo es realizar
encuestas, observar, llevar un diario de campo y comprender como es que
previenen las enfermedades nuestros campesinos. Tendrán que hacer un censo para
saber cuántos habitantes tiene la comunidad, edades y todo lo demás… harán un
croquis de la comunidad. Y por último, si pueden darse ese lujo, creo que sí
mirando las caras de millonarios que tengo aquí –otras sonrisas—, tomarán
fotografías. Al final harán un informe mostrando estadísticas, afirmando esto,
negando aquello. El énfasis estará puesto en la prevención, no lo olviden, la
prevención.”
—Es una semana –dijo Leticia Flores como quien
dice: es mucho tiempo—, no creo que mis padres me den permiso para tanto.
—Lo mismo digo yo –añadió Javier Castro.
—Por mí no hay problema –dijo Eirik—, podría irme
para la luna y no les importaría.
Eirik era de descendencia irlandesa y su cabello
color naranja y sus pecas de la nariz había sido un continuo martirio en los
años escolares. Vivía con sus padres, pero estos pasaban la mayor parte del
tiempo viajando. Eran diplomáticos de su país en cualquier lugar del mundo.
—¿Y tú? –le preguntó Leticia a Laura.
—¿Yo qué?
—¿Te darán permiso?
—Sí.
—Mira si hablas con mis padres –dijo la muchacha
poniendo los ojitos como chinita.
—No hay problema.
—Ok. Entonces, creo que no habrá problema.
—Yo hablaré con los míos –dijo Javier— y luego les
aviso.
Después de esta breve charla estaba la otra cuestión.
¿A dónde? Había tantos pueblos alejados de la capital y podrían seleccionar el
que quisieran, pero tenían que tener muchos aspectos en cuenta antes de elegir.
En primer lugar, la seguridad. En aquellas épocas, aunque no había escándalos
muy pronunciados se reportaban de vez en cuando algunos problemas en las
comunidades rurales. Problemas como por ejemplo peleas y muertes motivadas por
el alcohol. Además, estaba lo de la vivienda.
—Le preguntaré a papá –les dijo Laura—. Él conoce
muchos lugares. Quizás me sugiera alguno.
***
Durante la cena de ese mismo día le preguntó a su
padre.
—¿Una comunidad rural lejos de la ciudad? Pues hay
muchísimas. Déjame pensar un poco.
Estaban, como siempre, los cuatro sentados
alrededor de la mesa cenando y por primera vez, Laura María, podía apreciar el
valor de aquel acto social. Se sentía a gusto con sus padres y su hermano y la
sonrisa que ahora estaba en su rostro no era fingida, sino real. ¿Era posible
que todo hubiera acabado con aquella experiencia de la noche anterior?
—Hay un pueblo, yendo hacia Danlí que se llama, El
Limón. Pertenece al municipio de San Antonio de Oriente. Tengo un pequeño
terreno allí. También hay una pequeña casa que podrían ocupar durante toda la
semana. Lo único es la carretera… ya sabes cómo está de mal esa carretera.
—Puedo llevar el Ford.
—Aun así, hija. La carretera parece más hecha para
bueyes que para personas.
—Bueno –dijo Gunter mirando maliciosamente a su
hermana—. Si hablamos de bueyes.
Laura le echó una de sus miradas asesinas y sonrió.
Nunca antes había valorado de verdad la sensación del sarcasmo.
—¡Gunter! –le dijo su madre sonriendo.
—Perdón, ma.
—Me parece bien –dijo Laura— sólo dime como llegar.
—Bueno, es muy sencillo –dijo el padre—. Tomas la
carretera que va hacia Danlí, saliendo por Suyapa, subes hasta La Montañita,
bajas por el otro lado por Uyuca, llegas al Zamorano y al final, después del
río que atraviesa el valle, encontrarás a mano derecha un desvío que lleva a
dos poblaciones, a Santa Inés y a El Limón. Cuando entres en el desvío avanzas
unos doscientos metros y tomas la calle que va hacia la izquierda. Empezarás a
subir y subir y subir por una carretera hecha a mano y sobre rocas muy duras. A
medida que subes por la calle podrás ver hacia el valle del Zamorano en toda su
extensión. Las primeras casas que encontrarás son las de un lugar al que llaman
Los Hornos, se trata de una hacienda donde muelen caña y hay mucho ganado
disperso aquí y allá. La gente que vive allí es la más rica del pueblo y cuando
necesiten leche, dulce, carne, mantequilla, lo que quieran de los derivados de
una hacienda allí lo encontrarán. Bueno, aquí viene lo complicado. Para llegar
al Limón, la carretera se termina justo aquí. Tienen que pedir permiso a la
familia García, que son los dueños de la hacienda para entrar por sus terrenos
y subir por un cerro donde no hay calle, pero si un callejón entre los pinos.
Allí les pueden preguntar por la casa del señor Fernández, que soy yo, por
supuesto y les indicarán como llegar.
—Ummm. Voy a tener que anotar todo eso –dijo Laura
tratando de imaginarse todo aquel montón de nombres y direcciones.
—Te haré un croquis.
—Ok.
—¿Y cuándo se van, hija? –preguntó doña Ángela.
—El viernes por la mañana.
—Estarían llegando por la tarde, si no hay ningún
contratiempo –dijo don Óscar.
—Los acompañan algunos varones, ¿verdad? –preguntó la madre.
—Somos dos mujeres y dos hombres.
—Ok. Tengan cuidado –dijo la madre.
Pero aquel tengan
cuidado no tenía una doble intención, como Gunter lo hizo notar. La madre
volvió a callar a su hijo y Laura María a sonreír por la idea. A ella no le
atraían para nada ni Erik ni Javier, así que no sintió nada al respecto, pero
si recordó las sensaciones agradables de la experiencia por la mañana.
—Lo tendremos, ma. No te preocupes.
Todos, se volvieron a mirarla. Aquella respuesta
era inaudita salida de los labios de Laura. Siempre, quizás por costumbre o
simple reflejo, las madres suelen decirles esas palabras a sus hijos y no
esperan respuestas. Y recibir una, y además de la persona menos esperada, los
puso algo alertas.
—¿Estás bien, hija? –le preguntó don Óscar.
—Sí ¿Por qué lo preguntas?
—No, por nada.
Y no preguntaron más, pero quedaron con la
inquietud latente. Allí sucedía algo. Y como sucedía siempre en la familia
Fernández Arita, cada quien siguió con lo suyo sin indagar mucho al respecto.
Esa era una norma en todo lo que hacían.
***
—Me parece una excelente elección –le dijo el
doctor Amílcar Santos leyendo el itinerario y el plan de trabajo—. Sobre todo,
el lugar. Es bastante rural para llevar a cabo la investigación. Recuerden,
apenas lleguen, presentarse ante las autoridades del poblado. Es importante que
todos lo que los vean por el pueblo sepan quienes son ustedes y qué hacen allí.
Tomen sus carnets.
Les entregó unos pequeños documentos en los cuales
se especificaba el nombre completo, el escudo de la universidad y una enorme
firma garabateada.
—Por lo general eso es puro protocolo. Lo
importante, es, se presenten ante todo el pueblo y que se puedan mover con toda
libertad en él.
—Sí, profesor. Será una interesante experiencia.
Estamos seguros –añadió Leticia mirando el consentimiento de sus compañeros.
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