miércoles, 27 de julio de 2016

Capítulo 3



La noche pasó como un rayo para Laura María. Cuando se despertó al día siguiente, eran las siete de la mañana y el sol ya estaba entrando por las cortinas corridas de la ventana—puerta del balcón. Sobre la cama, ella, se removió algo inquieta. Todo lo sucedido la noche anterior parecía un sueño metido dentro de otros sueños.
Recordaba haberse metido a la tina de baño, tomar una de las hojas de afeitar y llevarla, dispuesta, hacia la muñeca. Allí una luz la obligaba a detenerse y los sueños mezclados tan vividos. Volvía una y otra vez a ellos como el alcohólico vuelve a la botella todos los días comprendiendo que allí está su perdición. Le provocaban, por primera vez, aquellas cosas, cierta sensación de angustia en el corazón. Era algo nuevo para ella. Como si los temores de aquellos seres de otros tiempos y latitudes se le hubieran unido a ella en un solo instante.
Se quedó quieta, con la cabeza en la almohada, mirando fijamente hacia el techo. Debajo del edredón estaba totalmente desnuda tal como ella misma se había dejado la noche anterior. Por fin sentía algo. Y aunque fueran los sentimientos de otras personas, que, de alguna manera, eran ella, por fin sentía algo.
Era martes y tenía clases a las nueve de la mañana en la facultad. Apartó a un lado el edredón y salió despacio de la cama. El ambiente estaba empezando a ponerse cálido. La piel se le puso de gallina sólo de pensar en lo que había estado a punto de hacer.
Entró al baño, hizo sus necesidades y luego se bañó. Al correr la cortina de la ducha vio, y al hacerlo sintió un agradable calorcito en la nuca, las hojas de afeitar colocadas a ambos lados de la tina. Las hojas brillantes del acerco parecieron sonreírle desde la orilla de la bañera. Las tomó con mucho cuidado y las colocó en sus estuches de papel los cuales seguían caídos por cada lado. Las guardó en el fondo del botiquín junto al espejo.
—Casi –dijo enviándole una sonrisa al espejo. Éste se la devolvió amablemente.
El agua tibia sobre su cuerpo activó muchos sentidos. Era también algo nuevo. Era agradable poder sentir todo aquello con otra visión. Su cerebro, acostumbrado al dolor interno parecía haber despertado al ambiente. Así que dejó que todo sucediera. ¿Acaso necesitaba aquel shock para despertar?
Tomó la esponja y con suavidad y meticulosidad se restregó los brazos, los senos, el vientre, las piernas, la entrepierna… todo. A cada contacto con el rugoso objeto parecía estremecerse.
—Esto es bueno –le dijo a la soledad del cuarto de baño.
Estuvo más de lo acostumbrado bañándose y cuando menos lo esperaba hizo lo que nunca antes había hecho. En uno de los roces con el paste sobre su sexo, experimentó por primera vez, la deliciosa sensación que éste proporcionaba. Y como una adolescente que acaba de descubrir dicha novedad se sentó en la orilla de la tina y comenzó a investigar aquello.
—¡Oh, cielos! –dijo emocionada.
Media hora después, con el rostro congestionado, las piernas muy débiles y con cierta sensación de culpa en la consciencia, salió del baño. Una sonrisa amplia y verdadera, por fin, surgía de su rostro. Se sentía viva por primera vez. ¿Pero dónde había estado durante los últimos veinte años de su vida todo aquello?
Buscó en su closet la mejor ropa posible, algo inusual en ella. Descubrió, algo horrorizada que sólo tenía ropa sosa, cansina y aburrida. ¿Cuándo se había fijado en eso?
Así que utilizó lo mejor que encontró que no fue mucho y meticulosamente se peinó la larga cabellera frente al espejo. No quería usar maquillaje, pues nunca había sido de su agrado, pero lo hizo utilizando unas sombras muy tenues sobre los parpados y luego un poco de carmín en los labios. Le gustó el resultado cuando el espejo se lo informó.
Era bonita, tenía un cuerpo verdaderamente atractivo y no veía porque no comenzar a ser mujer de una vez. Lo sentido en el baño era toda novedad.
Quedó un buen rato mirándose al espejo con perplejidad.
“¡Esta soy yo!”
Sonrió ante la idea de ser vista aquel día. El corazón, emocionado por la expectativa, comenzó a latir un poquito más rápido. Miró el reloj de muñeca que tenía cerca de los libros: casi las ocho. Tomó sus cosas y bajó al primer piso.
—Buenos días, señorita –le dijo la cocinera asomándose por la puerta de la cocina —¿Va a tomar algo?
—Buenos días, Olivia. Claro que sí.
Algo en el tono de su propia voz parecía haber cambiado y le asustó. La cocinera, quizás también asustada, se asomó un poco más por la puerta de la cocina y la observó con ojos curiosos. Seguramente, la señorita estaba enferma.
Desayunó con mucho apetito y experimentando, quizás por primera vez, el verdadero saber del jugo de naranja y de los frijoles recién fritos. Pidió más tortillas calientes y se preguntó si podría comerse otro huevo estrellado. Al final decidió que no.
Las costumbres en su casa eran muy sencillas: la hora del desayuno era a las siete de la mañana, si alguien no estaba en la mesa a esa hora se comenzaba sin él y no se le llamaba. Cuando alguien, por equis motivo, se desvelaba o no podía acudir a la mesa se le servía después. Las vidas eran independientes y cada cual tenías sus propias actividades. Los padres, últimamente se llevaban viajando por todo el país, su hermano en sus cursos de medicina y ella en su tercer año en la facultad. Cada quien en lo suyo.
“Con que los vea de vez en cuando” decía su madre.
Y todos los días se veían ya fuera a la hora de la cena o en el desayuno. Era la primera vez, en mucho tiempo, que ella faltaba al desayuno. Y, también por primera vez, lo sintió de veras. Ese era el único momento real en el cual podía compartir con su familia. ¿Dónde habían estado metidas todo aquel tiempo aquellas emociones?
Terminó de desayunar y le dio las gracias a Olivia. Ésta, con aprehensión, volvió a mirarla de pies a cabeza como si aquello que tenía enfrente no fuera su querida Laura María. Pero no dijo nada.
La muchacha se lavó los dientes, enjuagó la boca y salió con sus librotes hacia las clases. Eran las ocho y media de la mañana.

***

—Y –concluía el doctor Amílcar Santos levantando un dedo y mirando a los atentos alumnos— tendrán que atender a todas las personas de los alrededores. Serán diez puntos sobre cien. Así que quien quiera apuntarse estaré en mi oficina después de la clase.
Laura María, a quien todos sus compañeros, parecían estar descubriendo por primera vez levantó la mano derecha. El doctor Santos la señaló dándole la palabra.
—¿De cuántas personas tiene que ser el grupo?
—Dos hacen pareja –dijo filosóficamente el doctor contando con los dedos como si hiciera unos difíciles cálculos mentales. — Tres ya es un trío –todos sonrieron— creo que mejor cuatro para que se hagan compañía. Grupos de cuatro, señorita Fernández. ¿Les parece?
Nadie dijo nada así que se aceptó aquello.
Al final de la clase, los que siempre se juntaban para trabajar en equipo se le acercaron.
—Reunámonos –les dijo Laura.
Formaron un círculo con sillas en un rincón del salón y hablaron.
La propuesta del doctor Santos, era muy sencilla, pero necesitaba planificación y decisión.
“El problema, en la mayoría de los países latinoamericanos y de muchos países subdesarrollados –les había dicho— es que nadie le toma importancia a la prevención. Y como ustedes habrán leído en su hojita de matrícula esta clase se llama prevención— algunas risas—. Así que vamos a dejarnos de tantas teorías de lo que es, lo que sucede y no sucede cuando se previene o no se previene. Los jóvenes ya saben lo que sucede cuando no se previene –más risas—. Esta clase es eminentemente práctica y les voy a proporcionar la oportunidad de hacerla aún más práctica. En grupos, o equipos, como les quieran llamar, van a seleccionar una comunidad lo más lejos posible de la ciudad y se van a desplazar a ella para vivir, una semana completa entre los pobladores. Pero no crean que sólo van a llegar, establecerse y dedicarse a comer naranjas, plátanos o ciruelas, no—más sonrisas—. El objetivo es realizar encuestas, observar, llevar un diario de campo y comprender como es que previenen las enfermedades nuestros campesinos. Tendrán que hacer un censo para saber cuántos habitantes tiene la comunidad, edades y todo lo demás… harán un croquis de la comunidad. Y por último, si pueden darse ese lujo, creo que sí mirando las caras de millonarios que tengo aquí –otras sonrisas—, tomarán fotografías. Al final harán un informe mostrando estadísticas, afirmando esto, negando aquello. El énfasis estará puesto en la prevención, no lo olviden, la prevención.”
—Es una semana –dijo Leticia Flores como quien dice: es mucho tiempo—, no creo que mis padres me den permiso para tanto.
—Lo mismo digo yo –añadió Javier Castro.
—Por mí no hay problema –dijo Eirik—, podría irme para la luna y no les importaría.
Eirik era de descendencia irlandesa y su cabello color naranja y sus pecas de la nariz había sido un continuo martirio en los años escolares. Vivía con sus padres, pero estos pasaban la mayor parte del tiempo viajando. Eran diplomáticos de su país en cualquier lugar del mundo.
—¿Y tú? –le preguntó Leticia a Laura.
—¿Yo qué?
—¿Te darán permiso?
—Sí.
—Mira si hablas con mis padres –dijo la muchacha poniendo los ojitos como chinita.
—No hay problema.
—Ok. Entonces, creo que no habrá problema.
—Yo hablaré con los míos –dijo Javier— y luego les aviso.
Después de esta breve charla estaba la otra cuestión. ¿A dónde? Había tantos pueblos alejados de la capital y podrían seleccionar el que quisieran, pero tenían que tener muchos aspectos en cuenta antes de elegir. En primer lugar, la seguridad. En aquellas épocas, aunque no había escándalos muy pronunciados se reportaban de vez en cuando algunos problemas en las comunidades rurales. Problemas como por ejemplo peleas y muertes motivadas por el alcohol. Además, estaba lo de la vivienda.
—Le preguntaré a papá –les dijo Laura—. Él conoce muchos lugares. Quizás me sugiera alguno.

***

Durante la cena de ese mismo día le preguntó a su padre.
—¿Una comunidad rural lejos de la ciudad? Pues hay muchísimas. Déjame pensar un poco.
Estaban, como siempre, los cuatro sentados alrededor de la mesa cenando y por primera vez, Laura María, podía apreciar el valor de aquel acto social. Se sentía a gusto con sus padres y su hermano y la sonrisa que ahora estaba en su rostro no era fingida, sino real. ¿Era posible que todo hubiera acabado con aquella experiencia de la noche anterior?
—Hay un pueblo, yendo hacia Danlí que se llama, El Limón. Pertenece al municipio de San Antonio de Oriente. Tengo un pequeño terreno allí. También hay una pequeña casa que podrían ocupar durante toda la semana. Lo único es la carretera… ya sabes cómo está de mal esa carretera.
—Puedo llevar el Ford.
—Aun así, hija. La carretera parece más hecha para bueyes que para personas.
—Bueno –dijo Gunter mirando maliciosamente a su hermana—. Si hablamos de bueyes.
Laura le echó una de sus miradas asesinas y sonrió. Nunca antes había valorado de verdad la sensación del sarcasmo.
—¡Gunter! –le dijo su madre sonriendo.
—Perdón, ma.
—Me parece bien –dijo Laura— sólo dime como llegar.
—Bueno, es muy sencillo –dijo el padre—. Tomas la carretera que va hacia Danlí, saliendo por Suyapa, subes hasta La Montañita, bajas por el otro lado por Uyuca, llegas al Zamorano y al final, después del río que atraviesa el valle, encontrarás a mano derecha un desvío que lleva a dos poblaciones, a Santa Inés y a El Limón. Cuando entres en el desvío avanzas unos doscientos metros y tomas la calle que va hacia la izquierda. Empezarás a subir y subir y subir por una carretera hecha a mano y sobre rocas muy duras. A medida que subes por la calle podrás ver hacia el valle del Zamorano en toda su extensión. Las primeras casas que encontrarás son las de un lugar al que llaman Los Hornos, se trata de una hacienda donde muelen caña y hay mucho ganado disperso aquí y allá. La gente que vive allí es la más rica del pueblo y cuando necesiten leche, dulce, carne, mantequilla, lo que quieran de los derivados de una hacienda allí lo encontrarán. Bueno, aquí viene lo complicado. Para llegar al Limón, la carretera se termina justo aquí. Tienen que pedir permiso a la familia García, que son los dueños de la hacienda para entrar por sus terrenos y subir por un cerro donde no hay calle, pero si un callejón entre los pinos. Allí les pueden preguntar por la casa del señor Fernández, que soy yo, por supuesto y les indicarán como llegar.
—Ummm. Voy a tener que anotar todo eso –dijo Laura tratando de imaginarse todo aquel montón de nombres y direcciones.
—Te haré un croquis.
—Ok.
—¿Y cuándo se van, hija? –preguntó doña Ángela.
—El viernes por la mañana.
—Estarían llegando por la tarde, si no hay ningún contratiempo –dijo don Óscar.
—Los acompañan algunos varones, ¿verdad?  –preguntó la madre.
—Somos dos mujeres y dos hombres.
—Ok. Tengan cuidado –dijo la madre.
Pero aquel tengan cuidado no tenía una doble intención, como Gunter lo hizo notar. La madre volvió a callar a su hijo y Laura María a sonreír por la idea. A ella no le atraían para nada ni Erik ni Javier, así que no sintió nada al respecto, pero si recordó las sensaciones agradables de la experiencia por la mañana.
—Lo tendremos, ma. No te preocupes.
Todos, se volvieron a mirarla. Aquella respuesta era inaudita salida de los labios de Laura. Siempre, quizás por costumbre o simple reflejo, las madres suelen decirles esas palabras a sus hijos y no esperan respuestas. Y recibir una, y además de la persona menos esperada, los puso algo alertas.
—¿Estás bien, hija? –le preguntó don Óscar.
—Sí ¿Por qué lo preguntas?
—No, por nada.
Y no preguntaron más, pero quedaron con la inquietud latente. Allí sucedía algo. Y como sucedía siempre en la familia Fernández Arita, cada quien siguió con lo suyo sin indagar mucho al respecto. Esa era una norma en todo lo que hacían.

***

—Me parece una excelente elección –le dijo el doctor Amílcar Santos leyendo el itinerario y el plan de trabajo—. Sobre todo, el lugar. Es bastante rural para llevar a cabo la investigación. Recuerden, apenas lleguen, presentarse ante las autoridades del poblado. Es importante que todos lo que los vean por el pueblo sepan quienes son ustedes y qué hacen allí. Tomen sus carnets.
Les entregó unos pequeños documentos en los cuales se especificaba el nombre completo, el escudo de la universidad y una enorme firma garabateada.
—Por lo general eso es puro protocolo. Lo importante, es, se presenten ante todo el pueblo y que se puedan mover con toda libertad en él.
—Sí, profesor. Será una interesante experiencia. Estamos seguros –añadió Leticia mirando el consentimiento de sus compañeros.

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