Como lo habían planificado, al siguiente día, se
levantaron a las cinco, se bañaron, desayunaron y a las siete en punto estaban
cerrando la casa para ir en busca de información.
—¿Y ese chucho? –preguntó Erik al ver al perro
echado en una esquina del patio.
El animalito al escuchar que se referían a él se
incorporó, ladeó la cabeza y movió el rabo.
—Ah –dijo Laura—pensé que se había ido después de
comer.
—No hay que darles de comer –señaló Javier—. Se
aquerencian y después no te los puedes quitar de encima.
—Tenía hambre –dijo Laura.
Salieron al camino que conducía hacia los dos
poblados y tomaron el que iba hacia El Limón. La mañana lucía fresca y las
gotas de rocío sobre la grama eran gruesas después de irse acumulando las gotas
pequeñas.
Llegaron a la escuela y allí se dividieron en dos
equipos tal como Laura les había indicado la noche anterior. La escuela estaba
cerrada y no vieron a la maestra Rosalinda Rivas por ningún lugar.
—A las tres. Este es el punto de reunión –indicó
Javier—. Si alguien viene antes o después esperará al otro.
Todos asintieron y se separaron. Laura y Erik
tomaron hacia el norte y Leticia y Javier hacia el sur.
El trabajo, durante todo el día fue arduo, pero
sustancioso porque el fin de semana nadie salía a trabajar y pudieron
entrevistar y llenar las encuestas más importantes. Y aunque no cubrieron la
totalidad del pueblo (quedó pendiente las visitas a las casas más lejanas),
hicieron en un solo día más del sesenta por ciento del trabajo. Además, Erik
avanzó en la creación del croquis del pueblo. Tanto Laura como Leticia, las
encargadas de las fotografías tomaron muchas y de buena calidad.
Cuando llegó la hora del almuerzo, cada dúo por su
lado, buscó donde almorzar. Almorzaron, descansaron y continuaron con la tarea.
A las tres y media se reunían ambos grupos enfrente de la cerrada escuela.
Comentaron sus hallazgos, el avance del trabajo y lo que quedaba por hacer.
Regresaron a la casa al borde de las cuatro de la
tarde y depositaron todo en la mesa del comedor.
—Descansemos un poco –sugirió Laura quitándose un
poco de sudor de la frente.
El día había sido provechoso, pero cansado. Más
tarde ninguno quiso saber nada de todos aquellos documentos.
—Los revisaremos al final todos juntos –dijo Laura.
Aquella tarde, cuando terminaban de cenar
recibieron una visita inesperada.
—Es el padre Jorge –dijo Nila antes de irse—. Anda
visitando todas las casas de La Tabla y como esta está justo en el límite.
Laura que era la única que estaba en la sala le iba
a decir a Nila que le dijera al tal cura
que volviera otro día, pero al final no lo hizo. Salió con la muchacha a
despedirla en el portón y allí vio al cura.
—Buenas tardes, hija –dijo el hombre.
Laura María lo miró a contraluz del sol que se estaba
ocultando en el horizonte y le pareció un tipo normal, no tan guapo como la
tarde anterior supusieron aquel par de mujeres en la Tabla. Su voz era suave,
eso sí y parecía no gritarle jamás a nadie.
—Buenas noches, padre –le dijo Laura.
—¿Me permites un par de minutos?
Laura, iba a decir que no, que estaba cansada, pero
el olor a colonia del hombre le llegó hasta las fosas nasales y le recordó
algo. No sabía qué, pero tenía relación con la primavera.
—Sí, claro –le dijo abriendo la puerta.
—No, no es necesario que entre. Aquí mismo. Mira
que ya está oscureciendo y esta es la última vivienda que visito.
—Ok. Dígame, padre.
—Mi nombre es Jorge Miranda, y soy el nuevo padre
de la iglesia de La Tabla. La iglesia estará muy activa de hoy en adelante y
nos gustaría contar con tu presencia cuando sea posible. Por cierto ¿Cuál es tu
nombre, hija?
—Laura, Laura María Fernández.
—Mucho gusto. Disculpa mis modales.
Le tendió la mano y la muchacha la tomó.
Dicen que hay momentos de reconocimiento de alguien
o de algo, de un solo. Pero todos esos reconocimientos son mediante la vista o
un gesto facial de la otra persona. Laura al sentir la suavidad de la mano del
hombre que tenía allí enfrente le reconoció y al distinguir entre las sombras
sus rasgos y uno ojos muy azules que la miraban desde el fondo de unas cuencas.
—¡Laura! ¡Laura María! –dijo el hombre que no en
realidad no era más que un muchacho de unos veinticinco años.
—¡Jorge! ¡Jorge Miranda! –dijo ella también
emocionada.
Se abrazaron.
Claro que se conocían. Habían salido compañeros de
escuela y luego de colegio, además sus familias vivían en Las Lomas.
—¿Qué haces por estos andurriales? –le preguntó
Jorge después del abrazo.
—Un trabajo de la universidad ¿Y tú todo así, todo
padre? –sonrió por la ocurrencia.
—Recuerda que desde pequeño era un santo –sonríe y
le hace un ojito.
Laura le abre el portón y lo obliga a entrar a la
casa.
—Aunque sea un café te voy a servir –le dice.
—Bueno, pues, pero no me vayas a secuestrar.
Lo lleva hasta la casa y le ofrece una silla en la
desordenada sala.
—Disculpa todo este relajo, pero en algún lugar
tenemos que poner nuestras cosas ¿No?
—No te preocupes, si vieras mi desorden en la casa
cural.
Laura no lo puede creer. En su mente regresa hasta
la escuela, sobre todo al primer día cuando en primer grado, unos compañeros
querían ensañarse con ella en ella durante el recreo y providencialmente un
niño de quinto grado se interpuso entre los matones y ella.
Jorge Miranda, a partir de aquel momento se había
convertido en su ángel protector y en cada recreo se buscaban el uno al otro
debido a que la hermanita menor del muchacho también estaba en el mismo grado
que Laura. Y aunque él era mayor cinco años, y muchos de los compañeros de él
se reían por andar con aquellas dos niñas en recreo a él no le importaba.
—Eras nuestro guardaespaldas –le dijo Laura
sonriendo recordando aquellas épocas.
—Uh yo más bien, creo que estaba enamorado de ti.
—¡Uy! No. Era una niña muy pequeña y tú, tú tan
grande.
—Para el amor no hay edad –dijo el sonriendo.
Y esas palabras, en el fondo del corazón de Laura
caen como en un pozo de agua fresca. Nunca ha pensado en el amor y ahora al
recordar a su amigo protector algo le empieza a suceder a su corazón.
Jorge Miranda es guapo, en verdad, y si desde
pequeña no hubiera padecido aquella grave depresión interna se hubiera
enamorado de él. Quizás él hablara en broma acerca del amor, pero ella empezaba
a dudarlo.
—Te acaba de ordenar como sacerdote, ¿no?
—Hace apenas un par de meses y mira donde me
envían.
—Es un pueblo muy tranquilo ¿No?
Platican hasta muy entrada la noche entre taza y
taza de café.
Se despiden a las diez y él le dice:
—Tal vez no me sale el cadejo.
—Nos vamos el sábado –él dice Laura— pero puedes
venir todos los días, si quieres, para cenar con nosotros. Cenamos a las seis.
—Te tomaré la palabra.
***
Los siguientes días, por lo menos hasta el jueves
por la tarde, la rutina se estuvo repitiendo constantemente. El jueves sólo
salieron al campo por dos horas y antes de las once ya estaban de regreso.
Utilizaron aquella tarde para tabular dato, elaborar hipótesis y comenzar a
redactar el informe final.
Todas las tardes, a la hora de la cena, a partir
del lunes, el padre Jorge llegaba puntual para comer con ellos. A Erik le había
dado, como no, andar gritando por los caminos como los aldeanos y andar
diciendo como Nila: los muy vivos. Como había predicho, Laura, había aumentado
su vocabulario.
Pero, y esto era lo más inquietante en su corazón,
había comenzado a sentir un verdadero afecto por el sacerdote. Ella no tenía
ningún prejuicio religioso al respecto. Nunca había sido una religiosa en
extremo, y dudaba de muchas cosas.
El jueves por la noche, cuando la mesa ya estaba
casi vacía de tantos papeles y sus compañeros se habían retirado a descansar, el
sacerdote salió con ella al patio antes de despedirse y ella sintió que esos
eran los últimos momentos junto a él.
—Espero que pases por la iglesia a despedirte –le
dijo él.
—Nos vamos hasta el sábado. Mañana vamos a tener
bastante tiempo libre. ¿Quieres que te visite en la iglesia?
—Claro que sí. No tengo muchos lugares a donde ir a
menos que sea alguna solicitud de la feligresía, pero por lo general siempre
estoy en la casa cural.
—Ok. Entonces te visitaré. No llevaré a mi
pandilla.
Una sonrisa. Un abrazo y un adiós.
Lo fue a despedir en el portón junto a la calle y
lo vio alejarse entre las sombras del camino. No se movió de allí hasta que no
lo vio más camino abajo. Dio un gran suspiro y se convenció que eso era amor.
Regresó a la casa e iba a cerrar la puerta cuando
notó en el otro lado del patio unos ojitos negros. El perro que había aparecido
el sábado continuaba allí y siempre venía a la misma hora por comida. Ella
siempre le ponía un platito y luego le invitaba a acercarse, pero no lo hacía
hasta que ella estaba lejos del plato.
Le dio de comer al perro, entonces, entró a la
casa, cerró y fue hacia su habitación. Estaba cansada y algo conmovida. Habían
pasado junto a la escuela, aquella tarde, saludado a la maestra y prometido una
charla, a la mañana siguiente para los alumnos acerca de la prevención de las
enfermedades. Además, le habían echado un ojo al Ford, el cual estaba en los
terrenos junto a la escuela. Allí estaba debajo de unos mangos.
Con la imagen de Jorge en su cabeza y todo lo que
faltaba para terminar su semana de trabajo lejos de casa se desnudó y se puso
el pijama. Se metió debajo de las sábanas y decidió tratar de olvidar a Jorge.
Dejó la linterna de mano sobre el suelo, justo al pie de la cama. Y le dijo al
cerebro que dejara de pensar en él.
Pero el problema con la mente es que cuando quiere
alejarse de una idea, más se aferra a ella y lo contrario, cuando más se quiere
aferrar a una idea, más se aleja. Las contradicciones de la memoria.
Pensaba, y se emocionaba mucho, en Jorge.
Sólo de imaginarse esos ojos azules y las veces que
cuando era niña la había salvado de tantas cosas. Eso la enternecía hasta los
huesos. Se imaginaba abrazada a aquel cuerpo, besando aquellos labios y
entregándose por entero a él. De repente se emocionó tanto que hasta el
calorcito agradable de la entrepierna fue en aumento.
***
En su vida, Laura María, jamás había registrado
capítulos (que ella supiera) de sonambulismo. Pero esa noche, justo a la una de
la madrugada cuando todo a su alrededor dormía profundamente, se sentó en el
borde de la cama. Tomó la linterna y se puso en pie. Sin poner las manos al
frente como los presentan en las películas o series de televisión comenzó a
caminar hacia la puerta y con los ojos totalmente cerrados, quizás en estado Beta,
salió a la oscuridad de la madrugada.
El perro, que dormía plácidamente, junto al plato
vacío de comida, se puso de inmediato en pie y movió la cola. De inmediato dejó
de hacer ese gesto de alegría y bajó las orejas al notar algo raro en la
actitud de la humana.
La humana, sin abrir los ojos caminaba a grandes
zancadas. Cerró la puerta tras de sí y echó a caminar hacia la huerta, hacia
detrás de la casa. El perro comenzó a seguirla de inmediato, pero a prudente
distancia.
En pocos minutos Laura María se perdió entre los
árboles de frutas que se extendían por todo el terreno de detrás de la casa. Y
a pesar de la profunda oscuridad no tropezó ni una sola vez. El perro la seguía
a una prudente distancia de diez metros, pero no la perdía de vista y si por
unos segundos se alejaba volvía a captarla mediante el profundo olor que dejaba
regado por allí.
Después de quince minutos de camino se detuvo ante
un fino arroyo de agua transparente. El agua bajaba plácidamente y se perdía
por entre un montón de tallos altos y de hojas en forma de corazón. Malanga. Le
vino el nombre a algún lugar profundo del cerebro. Un lugar del cual, en ese
momento, no tenía control.
Sin miedo y dando un salto de más de un metro cayó
al otro lado con firmeza. Continuó el camino por entre los matorrales que se
encontraban en la ladera de una colina baja. Allí, unos cuantos pinos pequeños
parecían subir hacia el firmamento morado. La luna, casi en la mitad de su
crecimiento parecía un ojo entrecerrado mirándola.
Cruzó un par de diminutas colinas antes de llegar a
la boca de una cueva adosada en el cerro. Sin detenerse se adentró en ella. El
pequeño perro que la seguía la vio desaparecer y sin pensarlo entró también
detrás de ella.
***
A las cinco de la madrugada, y sin ser consciente de
haber recorrido más de diez kilómetros, Laura María abrió los ojos rodeada de
una profunda oscuridad. En primer lugar, sus ojos se encontraron con la total
ausencia de luz. Le dolían los pies y se dobló con las piernas temblando. Se
sentó sobre un suelo húmedo y con olor a tierra y raíces.
—¡Hola! –dijo.
Su voz se multiplicó por mil viajando entre
oquedades altísimas y profundas incomprensibles.
—¡Hola! –volvió a decir con la voz un poco más
temblorosa que sus piernas y lo mismo ocurrió: se dispersó por entre oquedades
no vistas ni palpadas en la distancia.
—¡Hola! –ahora gritó con todas sus fuerzas.
El mismo resultado, sólo que ahora el eco se
multiplicó por un par de miles más perdiéndose en la distancia incalculable.
El corazón comenzó a latirle más aprisa.
“Tengo que calmarme” se dijo.
No comprendía nada de lo que estaba sucediendo,
pero tenía que calmarse, pensar, meditar y tratar de comprender cómo y porque
estaba en aquel lugar. Sobre todo ¿Para qué?
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