miércoles, 27 de julio de 2016

Capítulo 11





Jorge Miranda, después de volver del Limón, algo cansado y decepcionado por no haber dado con su amiga, decidió, por pura inercia, quizás por puro impulso para no mantenerse en la desesperación ni en la ociosidad, ir a buscar más allá de la casa, por la parte trasera.
Había entrado, entonces, sin detenerse en la casa donde sólo estaba Nila y pasando junto a Tino que limpiaba unos tallos de huerta de manera casi impasible se había internado entre los palos de mango y luego entre los de naranjas casi sin mirar hacia ningún lado en particular. Pensaba.
Le había dicho a Laura, quizás en tono de broma que cuando estaba en la escuela la había defendido de los gandules, porque estaba enamorado de ella y era cierto. No, no se había enamorado de ella del primer día, ni el segundo, ni siquiera el primer año, ni el segundo ni el tercero sino el último de él en el bachillerato y ella en el sexto grado. Para entonces él acababa de cumplir los dieciséis años y ella los doce. Fue algo paulatino y debió ser así porque sus personalidades, por alguna razón, eran totalmente opuestas. Ella era callada, con una mirada algo triste y él era hiperactivo, extrovertido y muy animado, como quien dice el alma de la fiesta.
Se había enamorado de ella, pero veía esos cinco años de diferencia entre el uno y la otra como un obstáculo demasiado grande. Nunca le había confesado su amor, aunque soñaba con ella, torturándose en su alma, en su ser y en toda su estructura mental. Trataba de sacársela del pecho y no podía por más que lo intentaba. De allí, de ese amor que parecía imposible le nació la vocación del sacerdocio.
La metamorfosis del amor humano al amor etéreo, divino, había sido un proceso extraño y hasta un poco lógico. Su padre y su madre le pidieron, insistentemente, un año antes del último de bachillerato seleccionar una carrera para la universidad y si no lo hacía le pondrían a estudiar lo que a ellos les pareciera más oportuno. Tenía dos hermanos y una hermana, mayores. Todos en la universidad estudiando la carrera de su preferencia, sólo faltaba él. Lo pensó, lo repensó hasta que un día, por pura casualidad, una monja de la María Auxiliadora, se había acercado al grupo de alumnos para hablarles acerca de la vocación. Se hicieron oraciones, dinámicas y hasta canciones referentes a la vocación y él, como si se hubiera abierto una cortina y detrás de ésta se encontrara su objetivo de vida se abrió a ella.
Entrar al seminario y dedicarse a la vida de la misión fue la cosa más sencilla del mundo. Era como si delante de él fuera una enorme mano quitándole todos los obstáculos. Adelantó años debido a su inteligencia y muchos, antes de la consagración como sacerdote salesiano, decían que sería uno de los más jóvenes. No lo fue, porque al final le había tocado hacer un año de diaconado y esto le atrasó el proceso un año y medio.
Pero lo interesante de todo esto era que, durante el proceso, su mente, aunque no se apartaba de la idea del amor de Laura María, parecía ralentizada. Pensaba en ella, pero no de manera obsesiva. Ya no la veía como un imposible sino como un ser humano con otro tipo de camino lejos de él. Como una aceptación. La amaba, aún, pero no podía decírselo. Como un secreto personal y terrible. En su mente, Laura, seguía siendo una niña muy pequeña. Alguien a quien no podía amar sin entrar en escándalo.
Pero, al volverla a ver, el corazón, como una máquina con combustible nuevo había comenzado a latir de nuevo por ella. Y esos encuentros por las tardes, cuando ella se sentaba frente a él y lo miraba, parecían cargados de una magia celestial. Amaba a Dios, a Cristo, a todas las cosas que representaba la iglesia, pero amaba también a Laura. No lo podía negar.
Ahora, ella tenía veinte y el veintiséis.
La imagen de la niña había pasado a ser la de la mujer. Y su olor, oh, Dios mío.
Hasta ahora había logrado vencer la carne con el espíritu y aún lo hacía, pero cuando Laura estaba cerca, unos deseos irresistibles de abrazarla, besarla, de tocar su piel, de acariciarle el cabello, de besarle la nariz le resultaba la cosa más sublime del mundo.
Jorge Miranda, había aprendido a separar las cosas del mundo de las espirituales. No era fanático del puritanismo y como muchos santos había comprendido que lo que es de la carne, es de la carne, y lo del espíritu del espíritu. Sabía, y estaba consciente, que si su carne buscaba la carne no por eso el espíritu dejaría de ser espíritu. Quizás, tendría que renunciar al hábito del cura, pero en su corazón seguiría siendo el mismo Jorge de siempre: con un amor incondicional a Dios.
Quizás ante los hombres habría abandonado una noble carrera como ministro de Dios, pero para él mismo sabría que su vida seguiría consagrada a él mediante el amor de otra hija del creador. Y no hay amor más perfecto que aquel que une a las almas en armonía con el universo que es Dios mismo.
Mientras buscaba al amor de su vida, su corazón estaba angustiado, como en un puño cerrado, pero de una forma muy débil. Atravesó un arroyo de un salto y de inmediato como si sus ojos lo hubieran buscado. Vio algo allí del otro lado. Se agachó, miró, palpó con las yemas de los dedos y sí eran unas huellas hundidas en el barro. Como todo enamorado, había aprendido a observar las manos y los pies de la amada y sabía que el pie de Laura María era pequeño, menudo.
“Dios” –pensó buscando otra huella. Allí estaba, y luego otra y otra. El corazón se le aceleró.
Siguió las huellas entre los arbustos y de repente estas desaparecieron. Pero apareció un perro menudito. El mismo que sabía Laura alimentaba todas las noches. Se miraron y algo en aquellos ojos pequeños y negros pareció indicarle algo importante.
—¿Está por aquí? –le preguntó al perro.
El perro movió la cola y se dio la vuelta. Comenzó a perseguirlo y muy pronto estaba llegando a la boca de una cueva de aspecto imponente. Era una cueva oculta debajo de unas ramas colgantes. Allí se agachó de nuevo ante las pisadas. Ella había entrado allí. El perro, al verlo agacharse se detuvo y se volvió para ladrarle, como diciéndole: vamos, sígueme. Ella está por aquí.
—Te sigo –le dijo.
El perro ladró, se dio la vuelta y se lo devoró la oscuridad.

***

Apenas llevaba unos cuantos metros dentro de la profunda oscuridad, cuando Jorge se convenció de que no podría avanzar mucho. Era demasiado oscuro y sus ojos no se adaptaban a aquello. O se regresaba a buscar una buena linterna o jamás lograría avanzar unos cuantos metros en el interior de aquello. La luz de la boca de la mina había desaparecido y ahora se guiaba por el incesante siseó del perro que iba adelante. De vez en cuando el animal se detenía ladraba y parecía desesperado esperándolo.
Y cuando ya iba a regresar por donde había venido sus pies chocaron con algo metálico. Algo que salió disparado unos metros por delante cuando lo golpeó con la punta del zapato.
—¡Oh! — dijo.
Se agachó y gateando sobre una tierra bastante fría y suelta sus manos comenzaron a tantear en busca de lo que se imaginaba que encontraría allí. Después de unos largos minutos, por fin, sus dedos palparon el objeto. Lo tomó y se enteró con regocijo que se trataba de una linterna. Buscó el botón para accionar el pase de la energía y lo hizo.
La luz, como un cono muy grande se dispersó por todos los rincones. Se puso de pie y observó el panorama. Se trataba de una cueva alta y ancha de paredes redondeadas que parecían haber sido hechas por una maquinaría desconocida al menos para él debido a su perfección. Era como si alguien con conocimientos de barrenado hubiera utilizado una barrena muy grande y luego retirado la tierra. Era una especie de tubo gigante que iba en línea recta hacia el fondo.
Comenzó a seguir al perro que quería correr. Sin pensarlo mucho, y porque le impedía correr como se debe, Jorge, se quitó la sotana y se la ató alrededor de la cintura. Debajo de ella iba como todo un civil: pantalón vaquero, zapatos de cuero y una camiseta blanca. Sin el estorbo de la sotana sus pasos fueron más amplios y en poco tiempo, sin quererlo y porque estaba desesperado, estaba corriendo.
Corrió detrás del perro y se preguntó cuándo llegaría a la meta.
La meta parecía no llegar y la luz de la linterna bailoteaba de un lado al otro rebotando como un globo de manera fantasmal sobre las paredes. No tenía reloj, pero llegó un momento en el cual estuvo convencido de que llevaba más de media hora corriendo. El sudor de la frente y de los sobacos le informó del esfuerzo y cuando fueron las costillas las que le empezaron a doler se detuvo, se dobló y aspiró con fuerza el oxígeno. Era un oxigene helado y con olor a tierra recién removida.
—Dios –dijo tratando de recuperar el aliento.
—¡Guaua! –ladró el perro como apresurándolo.
¿Cuántos kilómetros llevaría recorridos? No lo podría decir, pero si llevaba más de treinta minutos corriendo podría decirse que unos cinco. Se asustó. Cinco kilómetros para una cueva es demasiada distancia.
—Espera un segundo, criatura de Dios –le dijo al perro.
Pensó en el gasto de las baterías y se dijo que tendría que ahorrar porque si aún faltaba una distancia similar o mayor a aquella dudaba de su dirección. Se dijo que haría lo siguiente: alumbraría hacia adelante calculando la distancia. Apagaría el foco y correría hasta esa distancia. Lo volvería a encender unos segundos para ver de nuevo hacia el frente y luego lo apagaría de nuevo. Eso ahorraría energía.
Tomó aire y volvió a ponerse en marcha. Ahora no corriendo sino en un suave trote. Si la distancia que restaba hasta donde estaba Laura era grande eso le ayudaría a no ahogarse como le había pasado en el primer tramo.
Cincuenta minutos más adelante y cuando sentía que necesitaba un descanso más, Jorge, encendió una vez más la linterna y el cono de luz le mostró, allá como a doscientos metros y flotando a unos veinte metros del suelo, una figura de cabello largo y piel muy blanca. El corazón se le llenó de terror y de angustia al ver aquello. ¿Laura flotando sobre el suelo, boca arriba y con las extremidades dobladas hacia abajo, la cabeza colgando y como en una especie de éxtasis?
—Oh, Dios –exclamó sin detenerse—¿Qué es esto?

***

Eso que Jorge contempló desde la distancia había comenzado apenas unos treinta minutos antes, pero llevaba más de cinco horas, del tiempo terrenal, gestándose.
En el interior de Laura María, su alma, yo o consciencia, como le quieran llamar, una batalla terrible se estaba realizando. Al principio había sido ella la sometida, pero poco a poco y porque, se había enterado que lo que padeciera durante tantos años era su mejor arma, ahora era ella la que sometía.
A las ocho de la mañana, aquel ser de otra dimensión, se había presentado ante ella metiéndose en el lugar sagrado donde, en el cuerpo, se establece el alma en los cuerpos. Ella lo había visto desde dentro de ella, entrar como un humo y luego materializarse en aquella imagen de la bruja caníbal de Hansel y Gretel. Y a partir de allí, el miedo se había ido apoderando de ella por completo hasta el punto de caer desmayado su cuerpo físico y doblarse el yo ante la visión.
Aquella cosa que parecía una bruja se le había acercado y mirado con ojos libidinosos, cargados de lujuria, deseo y sobre todo hambre. La bruja, o lo que fuera aquello se acercó a ella y quiso lamerla. Sí. Sacó una larga lengua e inclinado su rostro sobre el de ella para lamerla. Ella, aunque casi hincada y fascinada, había tenido la suficiente fuerza para hacerse a un lado. Había olido, con la nariz espiritual, a aquel engendro y comprobado, mediante el olor, su maldad. Era un olor dulzón y pegajoso, como la miel, pero amargo como la soledad. Aquella cosa, lo captó de inmediato, se la quería tragar. Hacerla desaparecer por completo. Su intención, al meterse en su recinto sagrado era ese: hartársela.
Aquella cosa tenía hambre y había ido al grano: a comer.
Pero ella no se iba a dejar con tanta facilidad. Al conocer sus intenciones se había puesto de pie y concentrando todas sus personalidades, aquellas de los sueños, había reunido todas sus fuerzas y la presencia aquella se había echado atrás, con temor. No era lo suficientemente poderosa para el poder real del alma.
Sin palabras, sólo sintiéndose y conociendo las intenciones, el uno del otro, se enfrascaron en una lucha de almas. El alma oscura contra el alma en crecimiento de Laura. Toda aquella batalla era una especie de mezclas de átomos. Los oscuros contra los blancos, si pensamos en lo bueno y en lo malo. Una batalla espiritual.
No siempre lo bueno le gana a lo malo ni lo malo a la bueno porque el universo, el infinito, todo, es una lucha entre los contrastes. Pero cuando se enfrentan elementos de niveles diferentes siempre gana el de mayor nivel. Y Laura, con sus múltiples personalidades en distintos tiempos y en distintas vidas era superior a aquel ente de otro mundo.
Cuando el alma de Laura, o la suma de todas sus personalidades se hizo una rodeó aquella presencia y su cuerpo físico, en el mundo físico se elevó. Flotó a una determinada altura.
Fue en ese momento en el que llegaron Jorge y Bobby.

***

—¡Señor bendito! –exclamó Jorge echando el chorro de luz sobre el cuerpo de la muchacha que estaba flotando allá arriba.
En la iglesia, en su preparación espiritual como sacerdote, había aprendido a entender, de manera teórica, el bien y el mal. Y siempre lo había dado por hecho: el bien siempre triunfa sobre el mal. Y a veces, el mal se apodera del cuerpo y lo manipula a su antojo. Aquello parecía obra del mal. Y sin embargo, su intuición le decía que no. Que aquello era tan natural en los mundos espirituales como caminar sobre las aguas o transformar el agua en vino. Estaba ante un milagro: la levitación.
El perro, pegado a sus talones, miraba hacia arriba sin comprender que hacía su amiga allá. No ladró. Ladeó la cabeza y trató de mirar mejor aquello. Además, ya no estaba aquel olor horrible y la presencia que lo había hecho huir como un cobarde parecía haber desaparecido.

***

Y así era.
En el interior de Laura, la lucha, parecía haber terminado. Ahora era ella la que se había tragado aquella cosa y mezclada con la pureza y nivel de alma se había fortalecido en cantidad y calidad, porque la luz se traga a la oscuridad cuando aquella es más fuerte que esta.
Todo, volvía a quedar en calma en su interior y las personalidades, en desbandada, se había separado de nuevo yéndose hacia sus propios mundos y tiempos. A seguir el trabajo iniciado.

***

—No aparece, Javi. No aparece –le dijo Leticia a Javier, con lágrimas en los ojos, aquella tarde cuando el sol empezaba a desaparecer en el horizonte y regresaban de una agotadora búsqueda.
Tanto ellos como mucha gente del pueblo habían regresado a sus hogares y parecían agotados y decepcionados de los resultados obtenidos hasta el momento. Laura María Fernández Arita, de veinte años había desaparecido.
Y por cierto ¿Dónde estaba el cura amigo de ella? ¿Qué se había hecho? Nadie le había vuelto a ver después del mediodía. ¿Acaso se había perdido también? ¿O es que acaso la historia de un secuestro por parte del religioso era cierta?

***

La búsqueda se prolongó durante varios días. Además, ahora, se buscaba a los dos desaparecidos.

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