El puente de troncos resultó ser lo más peligroso que habían pasado durante
todo el trayecto y Laura María había estado a punto de soltar el timón cuando
iba justo por el medio. Era tan estrecho y liso que el corazón casi se le sale
del susto. No acostumbrada a dichas emociones se dijo que bien podía vivir de
nuevo sin todo eso. Respiró con gran alivio al estar del otro lado donde ya
estaban sus amigos pues, al ver dicho puente, todos habían insistido en pasarlo
mejor a pie.
—Cobardes –les gritó ella apenas estuvieron del
otro lado.
Nadie dijo nada y volvieron a subirse, los
muchachos siempre en la paila y Leticia junto a ella.
El último tramo antes de llegar a la escuela era un
callejón lleno de cunetas y algún que otro pedazo de barro resbaladizo. Pero el
Ford no se arrugó en un solo momento. Subieron la colina y luego comenzaron a
descender. Para entonces las casas del Limón ya habían comenzado a aparecer y
las personas salían a observar el atrevido vehículo que osaba cruzarlo.
Cuando llegaron junto a la escuela eran casi las
once y media de la mañana.
La escuela era un edificio sencillo pintado de
verde oscuro compuesto por un solo salón y una especie de bodega de madera pegado
a su costado. Era el único edificio del lugar que tenía techo de asbesto gris.
El patio era de cemento burdo y un par de ventanas enormes cubiertas de malla
formaban la fachada del edificio. Dos puertas, una a cada costado del salón
eran el acceso al edificio público. Colgaba de una de las columnas de madera
una especie de ring de automóvil el cual, comprobarían más adelante servía como
campana. El edificio a esas horas ya estaba cerrado.
Junto a la escuela, a la izquierda había una
pequeña construcción tapada con láminas de zinc y era donde vivía el profesor.
Lo supieron al ver salir de allí a una mujer de unos cuarenta años, algo
arrugada y con el pelo alborotado.
—Buenos días –saludó Laura María bajándose del
automóvil.
—Buenos días –dijo la mujer acercándose al portón.
—Somos estudiantes de la universidad y andamos
haciendo una investigación. Podría decirnos, por favor, donde encontrar al
alcalde o encargado de la organización del pueblo.
—Alcalde no hay. Sólo jefe de Patronato. Se llama
don Leoncio Servellón y vive en la montaña.
—¿Y es eso muy largo?
—Bueno… está como a unos treinta minutos de aquí.
—¿Y llega carro hasta allá?
—Hasta cierta parte hay calle después hay que
caminar.
—Ah, ok. Gracias. ¿Usted es la maestra verdad?
—Sí. Si necesitan algo. Mi nombre es Rosalinda
Rivas.
—Ah, ok. Lo tendremos en cuenta. Gracias.
—¿Y van a estar mucho tiempo aquí?
—Una semana.
—Ah, qué bien. Si necesitan algún espacio para
darles alguna charla a mis alumnos sólo avísenme. ¿De qué carrera son?
—Medicina.
—Ah, excelente. Podrían darles alguna charla sobre
la higiene.
—Ah, muy bien –dijo Laura pensando en las
posibilidades.
Se despidieron de la maestra Rosalinda y
emprendieron el viaje a la casa de don Leoncio Servellón. En efecto, el
vehículo sólo pudo acceder hasta cierto punto. Después tuvieron que bajarse y
pedirle a la gente que vivía allí le echaras un ojo al vehículo. Pero antes de
partir hacia la casa del jefe del patronato meten todas las maletas en la
cabina y después la dejan totalmente cerrada.
Del final de la carretera hasta la casa del jefe
del patronato tienen que caminar veinte minutos. Por el camino van observando
las casas dispersas aquí y allá y por donde en los siguientes días tendrán que
moverse.
La casa del jefe del patronato está justo a la orilla
del estrecho camino. Los sale a recibir un perro muy simpático que apenas
cruzan la puerta del cerco de alambre comienza a mover el rabo animadamente.
—Pasen adelante –les dice el hombre que es un señor
de unos cuarenta años, tiene un negro bigote y mirada alzo sagaz. Viste un
pantalón caqui de tela y una camisa de manta blanca. Lleva un par de botones
desabotonados del pecho y se le ven los pelos ralos aquí y allá. Se quita el
sombrero y los invita a pasar al patio. Donde se sienta y pide a su mujer que
le traiga algunos bancos.
Sus pies van metidos en unas altas botas de hule.
Se sientan y hablan durante una media hora. Laura
le presenta a sus compañeros, el objetivo de su visita, donde estarán y lo que
esperan de la población.
—Me parece magnífico –expresa el hombre mirando
hacia la lejanía.
La lejanía, es una especie de falda del cerro
opuesto a su propio cerro. Se ve hacia allá una serie de pino rozando el cielo.
—¿Cuántos habitantes tiene más o menos el Limón?
–pregunta Leticia con libreta en mano.
—Según el último censo –dice el hombre atusándose
el bigote y entrecerrando los ojos como si eso le ayudara a pensar. Se escuchan
los cacareos de las gallinas a lo lejos —. Teníamos más de trescientas personas
entre ancianos, jóvenes y niños.
Leticia apuntó apresuradamente, pero sabía que
aquellos datos eran inútiles porque más adelante tenían que hacer un estudio
más profundo desde el punto de la estadística.
—¿Tienen algún croquis del Limón? –preguntó Javier.
—La verdad es que no, pero si podría decirles con
mucha claridad cuáles son los límites del Limón.
—Podría intentar dibujarnos un croquis, por favor
–le pidió Leticia extendiéndole el lápiz y la libreta.
El hombre miró a Leticia y pareció simpatizar con
ella. Tomó la libreta y se puso a hacer algo en ella. Parecía concentrado en la
labor. Y mientras el hombre hacia un esfuerzo por plasmar algo se asomó la
mujer y preguntó:
—¿Van a querer algo de comer?
—No preguntes, mujer –le dijo don Leoncio— y
sírvenos. Deben de tener mucha hambre.
Lo cierto era que sí. No habían comido nada desde
la seis de la mañana que salieran de la aldea del Zamorano. La mujer se retiró
hacia adentro y no volvió a interrumpir sino hasta más tarde cuando la comida
estuvo servida.
Don Leoncio le regresó a Leticia la libreta y esta
observó el dibujo.
—No soy muy buen dibujante –se excusó el hombre.
Pero la verdad es que si lo era. Leticia le pasó la
libreta a Laura y pudo apreciar el esfuerzo del hombro y se dijo que si alguien
le hubiera guiado desde su juventud bien podría estar viviendo de aquello. En
el dibujo aparecía una especie de cuero tendido que era lo que parecía el mapa
político del Limón con distintos nombres bordeándolo.
—Eso quiere decir –dijo Laura señalando hacia las
colinas de enfrente –que a partir de ese cerro es El Guayabo.
—Justo esa quebrada es la división –señaló don
Leoncio hacia abajo.
Allá se veía una fina línea de agua avanzando
corriente abajo.
—¿Esa quebrada es la misma que pasa por Los Hornos?
–preguntó Javier.
—Sí, y no –dijo el hombre— la que pasa por Los
Hornos es la unión de esta y la que viene de Los Lirios.
Laura volvió a mirar el croquis. En efecto allí
decía Los Lirios. La otra comunidad.
—Gracias por el croquis nos servirá mucho.
—Si necesitan algo ya saben. ¿Y dónde se van a
quedar durante la semana?
—En la casa de papá.
—¿Y dónde queda eso?
Laura María le dice y el hombre le informa.
—La casa del viejo—dijo don Leoncio— queda justo
donde comienza La Tabla.
Laura miró el croquis.
—De la escuela llegaron hasta allí, ¿verdad?
Asienten.
—De la escuela toman el camino que va para arriba,
justo donde Chepa. Allí pueden preguntar. Tienen que caminar unos diez minutos,
pero se llega rápido.
—Bueno, muchas gracias don Leoncio. Estaremos en
contacto, entonces.
Y se despidieron del hombre.
—Creo que te echó el ojo encima –le dijo Erik a Leticia.
Ésta lo volvió a mirar con ojos asesinos.
***
La casa que había comprado su padre, estaba, y si
se lo hubiera dicho tampoco le hubiera importado, justo a un lado del
cementerio. El cementerio era el único espacio para la mayoría de aldeas de los
alrededores donde podían ir a sembrar a sus seres queridos.
El terreno de la casa se extendía hacia atrás casi
manera ininterrumpida. En el solar había árboles frutales a más no poder.
Mangos, ciruelas, racimos de todo tipo de bananos y plátanos, piñas, naranjas,
limas, limones… amante de las frutas, su padre debía de sentirse orgulloso del
lugar.
“Antes de entrar a la propiedad –le había dicho—
busquen a Roger Sibaja, es el encargado de mantener todo en orden. Además, él
tiene las llaves de la casa”.
Así que cargados cada quien, con su propia maleta,
sudados y queriendo ya llegar a bajo la sombra habían llegado ante el portón.
Allí, bajando su carga, comenzaron a mirar hacia el interior de los terrenos.
El portón era de madera, pero tenía un candado y una cadena cerrándolo.
—¡Hola! –gritó Laura María llevándose ambas manos a
la boca para hacer una especie de amplificador de voz.
La voz de la muchacha se perdió en las
profundidades de la vegetación contenida en aquel espacio. Desde donde los
muchachos se encontraban sólo se podía ver una porción de las tejas del techo
de la casa.
—¡Hola! –volvió a gritar.
Unas aves, de entre los árboles de naranjas
guardaron silencio ante el sonido de la voz humana.
—Déjame a mí –dijo Erik haciendo lo mismo con ambas
manos abierta junto al lado de la boca—. ¡Heyyyyy!
—¡Oooooooyyyy! –se escuchó un grito desde el fondo
de los frutales.
—Ya nos escuchó –dijo Leticia quitándose una enorme
gota de sudor de la frente.
En menos de cinco minutos un hombre con pinta de
haber estado trabajando entre el lodo se acercó a ellos. Laura María se
presentó como la hija de su padre y después de dudar un poco les dijo que
esperaran y se fue. Cuando regresó traía un enorme manojo de llaves y con los
dedos mugrosos buscó la adecuada del portón.
—Pasen, pasen –les dijo haciéndose a un lado para
que hicieran lo que les pedía.
Casi a rastras, y como si hubieran cargado una
tonelada cada uno, llegaron hasta la casa y viendo que había unas sillas en el
patio se fueron hacia allá como si acabaran de salir de un extenso desierto.
—No sabía que venían sino hubiera preparado algo de
comida –se disculpó el hombre que tendría a lo sumo uno cincuenta años, o menos
si se tenía en cuenta que hasta en la cara tenía manchas de barro.
—No hay cuidado… ¿cuál es su nombre? –preguntó
Laura.
—Tino, Tino Vargas. Mucho gusto.
—Mucho gusto, Tino –dijo Erik dándole la mano.
El hombre, divertido, le extendió la suya. Y aunque
estaba sucia al pelirrojo no pareció molestarle.
—Disculpe mi facha –dijo el hombre con pena y
mostrando debajo de los labios la carencia de unos cuantos dientes—, pero
estaba en el arroyo tratando de sembrar una malanga.
—¿Malanga? –Preguntó Erik— ¿Qué es eso?
—Ah, una raíz parecida a la yuca y que a don Óscar
le gusta mucho… él me pidió que le sembrara en el arroyo.
—Eso quiere decir que hay una quebrada por allí
–dijo Javier.
—No, una quebrada no. Un arroyo— especificó Tino
sonriendo y regalándoles otra sonrisa sin dientes.
—Ah, ya –dijo Erick como si aquello fuera de suma
importancia.
Laura María le informó al cuidador de los terrenos
de su padre que estarían allí durante una semana. Él no dijo nada, escuchó y al
final le entregó el sucio manojo de llaves.
—Sólo voy a necesitar una copia de la puerta de la
casa y una del portón –le dijo.
—Ah, está bien –dijo Tino empezando a sacar las dos
llaves.
—¿Por qué tantas llaves? –preguntó Leticia.
—Aquí están todas las copias –explicó Tino—, de
todas las llaves de la propiedad. De las puertas de las habitaciones de las despensas,
de las polleras, de las bodegas del fondo, de la mina…
—¡Hay una mina! –exclamó Erik que tenía muy
despierto el espíritu aventurero.
—Sí, pero está cerrada desde hace mucho tiempo.
Allí nadie entra –dijo Tino con una especie de deje en la voz.
Laura María pensó por unos segundos en eso de la
mina, pero como era algo que no le interesaba su mente se fue por otros rumbos.
Tino le extendió las dos llaves solicitadas y de inmediato pensó que tendría
que atarlas en alguna cinta, por los momentos fue con una hacia la puerta
principal, introdujo la que supuso pertenecía a aquella cerradura y la hizo
girar.
El interior de la casa era el de una casa sencilla:
piso de cemento rojo, paredes de adobes pero recubiertas de una gruesa capa de
repello, pintadas de blanco con una franja verde a medio metro del suelo. El
techo era alto y sin cielo. Se veía las vigas que sostenían las tablas que a su
vez sostenían las tejas rojas. En la parte más alta se encontraban las vigas
como en el centro de una tela de araña. Olía a humedad y polvo.
Sus compañeros entraron detrás de ella y fueron
buscando sus propias habitaciones. Había una para cada una. Una sala y una
cocina. En la cocina un fogón de leña apagado y una ventana cerrada.
—Abran todas las ventanas para que se oxigene un
poco –les sugirió Laura María entrando a su propia habitación y abriendo las
propias.
En poco tiempo la casa quedó oxigenada. El olor a
encierro se retiró y entró el aire combinado con los olores de la naturaleza de
los árboles frutales.
—¿Cree, Tino, que puede buscarnos a alguien que nos
cocine? –le preguntó de inmediato al cuidador.
—Claro que sí, señorita. ¿Para cuándo la necesitan?
—Para hoy mismo si es posible.
—Claro que sí. Ahora mismo se las voy a buscar.
Y sin decir más se marchó.
En menos de media hora regresó trayendo a una
muchacha de unos dieciséis años llamada Nila.
—¿Puede cocinarnos y mantener limpio durante toda
esta semana, Nila? –le preguntó Laura María mientras la muchacha ya ponía manos
a la obra encendiendo el fogón.
—Sí, señorita. Claro.
—Ok. Entonces el desayuno, todos los días, lo
queremos a las siete de la mañana, el almuerzo a la una y la cena a las seis de
la tarde. No vive muy lejos ¿verdad?
—No, señorita. Vivo cerca del campo de la Tabla.
—Ah bueno. No sé dónde queda la Tabla, pero me
imagino que es muy cerca. ¿Sabe dónde podemos comprar cosas para comer?
—Allí, en la Tabla, hay un mercadito que tiene de
todo. Allí pueden comprar lo que quieran.
—Ah, ok. Entonces vamos a ir dentro de poco para
aprovisionarnos de alimentos.
—Sí, señorita.
Era sábado y no tenían mucho que hacer más que
preparar el material y las actividades para el siguiente día.
—Vamos a ir por víveres a La Tabla, les informó
Laura María asomándose a cada habitación. Todos estaban echando una siestecita.
En la sala no había más que cuatro sillas rígidas
pero seguras y una vieja mesa. Allí armaron su centro de actividades. Además,
era la estancia sobre la cual la luz penetraba con mayor fuerza. Había tres
ventanas, una al frente y una a cada lado en las paredes.
Laura María que nunca dejaba nada al azar verificó
si había gas suficiente y candiles para cada habitación. Revisó la pequeña
despensa y encontró sólo la mitad de un galón. Nila le aseguró que en la Tabla
vendían gas. Entonces llenó los candiles y preparó el galón vacío.
A las tres y media salieron los cuatro con rumbo a
La Tabla.
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