miércoles, 27 de julio de 2016

Capítulo 5





Desayunaron muy temprano. Pagaron las habitaciones y la comida y se despidieron. La dueña, una mujer que andaría por los cuarenta o los cincuenta años y tenía un enorme lunar sobre la ceja derecha les deseo un buen viaje y pidió que la volvieran a visitar.
La mañana era agradable y el rocío de los arboles parecía dispersarse por todos lados acariciándoles el cabello.
No tardaron mucho en volver a salir a la carretera principal y de allí miraron hacia la calle que parecía una serpiente dorada subiendo por entre el verde de los árboles en la cara del cerro del fondo.
—Allá vamos, Limón— dijo Erik quien ahora viajaba a la izquierda de Javier quien lo hacía pegado a la ventana.
Su padre le había dicho que después del Zamorano, al pasar el puente del río, encontraría un desvío a la derecha. Y allí estaba. Sacó el croquis y en efecto, allí estaba.
—Tenemos que avanzar un poco por esta calle— dijo Leticia mirando el pequeño dibujo y luego doblar hacia la izquierda.
La calle, sólo iniciando, mostró sus dudosas cualidades: los bordes mostraban los golpes de las piochas y los azadones como un trozo de mantequilla mostraría el paso del cuchillo por sus bordes. Los árboles, de todo tipo, por sobre los cercos de púas parecían querer acostarse en el centro de la calle y la inundaban sin ningún reparo.
—Parece que desde hace mucho casi nadie usa esta carretera –dijo Leticia mostrando preocupación.
—Sí –aclaró Laura— dice papá que los únicos automóviles que entran por estas carreteras son los madereros. Y de vez en cuando.
—¿Y porque tu papá se vino hasta aquí a comprar tierras? –Preguntó Erik— Esto es un verdadero pijalio.
Otro de los hondureñismos de la lista.
—Ofertas –dijo Laura recordando la explicación de su padre.
“El hombre estaba desesperado. Apareció en la oficina del negocio (el negocio para su padre era la central de la compañía de venta de artículos médicos) y me dijo tajantemente que si no conseguía dinero para irse para España no sabría qué hacer. Me vendió todo el terreno, en realidad, por una ganga. Lo más valioso de la tierra, hija, es que jamás pierde su valor y es más, con el tiempo, lo acrecienta. Verás, cuando llegues, de lo que hablo”.
Tomó la carretera con mucho cuidado pues si el Ford F—100 era ancho ella lo era muy estrecha y se preguntó qué haría si se encontraba con otro automóvil en sentido contrario.
No encontró ninguno y divisó muy rápido la entrada hacia el Limón, a la izquierda del camino que iba a Santa Inés. Se notaba de inmediato la diferencia. La que iba hacia Santa Inés parecía más transitada y la que doblaba hacia el Limón de inmediato se notaba lo contrario por los miles de piedras que sobresalían en su estructura. Dobló, entonces hacia El Limón y dijo:
—Bueno, aquí ya estamos en la ruta hacia el Limón.
—Se nota que por aquí no ha pasado absolutamente nadie en muchísimo tiempo –dijo Leticia corroborando lo que era visible para todos.

***

Se zarandearon de un lado para el otro con tanta fuerza que Laura se dijo si no había sido mala idea ir a ese pueblo. Y lo peor era que parecía que no avanzaban mucho. Apenas a las diez de la mañana habían alcanzado la cima del primer cerro desde donde se veía el valle del Zamorano a lo lejos.
—Avanzaríamos más di fuéramos a pie –dijo Javier aferrándose con uñas y dedos a la puerta.
—Quiero mear –dijo Erik al finalizar la primera cuesta.
Laura María detuvo el Ford para que se bajaran y estiraran las piernas. Hasta ella se bajó un momento. Observó el panorama. Los paisajes eran preciosos y se le ocurrió que allí era el lugar exacto para comenzar a tomar fotografías. Se subió a la paila del Ford y buscó su cámara fotográfica. Desde allí comenzó a tomar fotografías de la carretera y el paisaje. Ya se imaginaba como le pondría al pie de la imagen en el informe: camino al Limón. Carretera de piedra difícil de transitar. Les pidió a sus compañeros que posaran y éstos lo hicieron como en esas viejas imágenes de soldados ante un tanque de guerra.
Se habían detenido justo junto a una especie de bulto de piedras para nada natural. Se trataba de un pequeño grupo de piedras apiladas de tal forma que alcanzaba una altura de un medio metro de altura y un ancho de unos tres. Como si la gente, al pasar por allí, hubiera ido sumando piedras y más piedras al bulto. A Laura María le pareció algo singular y le tomó una fotografía.
Era un paisaje hermoso. Estaban apenas terminando una primera cuesta y se veía, desde allí, el camino recorrido hasta el momento. Éste serpenteaba como una culebra blanca entre el follaje de varios tonos de verde bajo un cielo azul y un sol que se empeñaba en mostrarlo todo rodeado de vivos colores.
—Sigamos –les dijo Laura embriagada por la visión y los olores tan nítidos del ambiente.
Volvieron a subir al automóvil y ponerse en movimiento.
De manera natural, como si sólo aquella primera etapa fuera la más difícil del trayecto, a partir de allí el camino fue más fácil y avanzaron a mayor velocidad. Los bosques, en esa segunda etapa, parecían más tupidos y más altos que al inicio. Pasaron por entre una especie de chagüite formado por la lluvia desde hacía muchos días atrás y la humedad allí era respirable hasta hacer doler el pecho. Salieron, después de ese tramo a una especie de prado en declive.
Vieron aves del bosque, caballos y vacas pastando libremente entre los árboles y muros de piedra y de alambre. Se encontraron con una pareja de campesinos: hombre y mujer que avanzaban hacía el valle. Los saludaron y les preguntaron:
—¿Falta mucho para El Limón?
—Ya están cerca. Después de esa vuelta lo verán.
Pero no era así. Llegaron a la supuesta curva y lo que vieron fue simplemente más y más árboles de pino a ambos lados de la estrecha carretera hecha a mano. Y cuando ya creían haberse perdido apareció a su izquierda un enorme portón de madera vieja y el olor a excremento de vaca lo inundaba todo además de un olor dulzón.
“La primera casa que encontrarán al llegar al lugar será una hacienda. Es la hacienda de don José y el lugar se llama Los Hornos.”
Allí estaba la hacienda de don José y según su padre aquel hombre era el más rico de la zona pues poseía una enorme cantidad de cabezas de ganado, tierra que jamás conocería de tan vasta que era y era, además, el proveedor de muchas poblaciones alrededor.
—Ya casi hemos llegado –les dijo a sus compañeros—. Tenemos que llegar a esta casa –señaló el portón de madera vieja—, porque tendremos que meternos en sus terrenos para llegar al Limón.
Apagaron el motor y se bajaron. Laura avanzó delante de todos. Empujó el portón y observó.
La primera visión que tuvo de la hacienda de la familia Flores fue la de una opulencia inmensa aún en aquellos lugares tan solitarios. Y en efecto, luego corroboraría esto. Desde el portón se veía un camino que subía por la ladera de un cerro. Un muro alto de caña gruesa le tapaba la visión de lo que pudiera haber más allá. Solo olía a vaca y se veía el humo a lo lejos por sobre las hojas de la caña.
—Por lo visto no hay timbre –dijo Erik con su enorme sonrisa.
Laura María empujó el portón y éste chirrió un poco debido al descuido de las viejas bisagras. Todos entraron detrás de ella y cerró quien iba de último: Javier.
Avanzaron por un suelo de tierra negra compacta y a lo lejos, después de una pequeña curva, vieron de donde salía el humo. Salía de una especie de chimenea alta contraída de ladrillos que en un principio debieron ser rojos y ahora estaban cubiertos de hollín oscuro. Dicha chimenea salía de debajo de un techo de tejas también oscuras y donde habían varios hombres manipulando unas enormes cazuelas de aspecto largo. Había dos de estos objetos que parecían recorrer unos cinco metros desde la chimenea hasta el borde del tejado. Algo se estaba hirviendo allí. Olía a dulce y las abejas aleteaban de un lado al otro enloquecidas.
—Buenos días –saludaron los muchachos.
Los hombres al escucharlos se volvieron y sin dejar de hacer lo suyo que era batir el contenido de las cazuelas con una enorme pala de madera saludaron casi en voz queda. Había cuatro hombres allí: dos agitaban el caldo de las cazuelas, uno atizaba los fogones que había debajo de los largos cazos y el otro traía, en baldes jugo de caña y lo vaciaba dentro de los casos. Al fondo, entre las cañas, más allá, por donde se abría una pequeña brecha se escuchaba el rechinar de unas vigas. Posiblemente allí se encontraba el lagar donde un par de bueyes se movía mientras otro para de hombres metían la caña para recoger el cubo.
—¿Se encuentra don José? –preguntó Laura.
—En la casa –dijo uno de los hombres más cercanos sin dejar de mover la paleta—. Por allí.
Les señaló el camino, que no era más que la prolongación del que habían seguido hasta el momento. Siguieron caminando unos tres minutos entre las cañas hasta llegar a la fachada de una casa de abobe y teñida con tierra blanca. La casa no era enorme, pero si se notaba la opulencia en ella. En el patio, bajo los aleros, había chorizos y pellejos secándose en el sol de la mañana. Un par de perros, al verlos comenzó a ladrar y se les echó encima.
—¡Quietos! –les dijo Laura.
Pero aquella orden no era para los perros sino para sus compañeros. Había ido tantas veces a la casa de su abuela Margot quien vivía en el campo y tenía más perros y gatos que en una perrera municipal que ya sabía el procedimiento.
—Si no tienen miedo y no se mueven no les harán nada.
Los perros, en efecto, al verlos quedarse quietos se acercaron y solamente se dedicaron a olerles los pies y las piernas.
—¡Nerón! ¡Satanás! –gritó una voz de mujer desde la casa.
Los perros se alejaron moviendo el rabo.
La mujer que se había asomado tendría unos treinta años y no parecía fea. Llevaba el cabello totalmente liso atado en una simple cola de caballo sobre la nuca. Traía un enorme delantal y se limpiaba las manos con una manta más mojada que limpia.
—Buenos días –dijo Laura—. ¿Está don José?
—No. Salió.
—Ah, ya –continuó la muchacha—. Somos estudiantes de la universidad y andamos haciendo una investigación. Vamos hacia El Limón y me dijo mi papá que hablara con don José para que nos dejara pasar por sus terrenos para llegar allá.
La mujer pareció analizar el torrente de palabras y después sin dejar de secarse las manos en el delantal, dijo:
—Ah, ya.
Y eso fue todo por unos segundos. Los estudiantes se miraron inquietos esperando algo más, pues aquello era como escuchar decir a alguien: que interesante.
—Le diré a alguien que los acompañe –dijo y se dio la vuelta para volver a entrar por la puerta del fondo por donde había salido antes. Los perros la siguieron moviendo el rabo.
Laura miró a sus compañeros y se metió ambas manos en las bolsas, como resignada. Desde donde estaban parados se podía ver a los lejos las matas de cañas extendiéndose en la llanura hasta llegar al borde de una colina que no estaría a no menos de unos doscientos metros. Allí un estrecho camino subía hasta perderse en la cima.
Por la misma puerta donde había desaparecido la mujer con el delantal apareció un muchacho de unos once años, descalzo, con un pantalón muy sucio y una gorra sobre la cabeza que seguramente había tenido mejores tiempos.
Sin decir nada pasó a su lado y empezó a bajar por el camino. Los muchachos se miraron, pero no se movieron porque no entendían si lo tenían que hacer o no.
—¿Y ahora? –preguntó Erik mirando como el niño se perdía por el camino entre las cañas.
Laura miró de nuevo hacia la casa y en ese momento se asomó de nuevo la mujer y les gritó:
—Sigan a Fermín.
Echaron a andar por el sendero desandando lo andado. Como Javier había sido el último ahora era el primero y apretó el paso para seguir al muchacho. Éste, al ver que no lo seguían se había detenido y agachado justo enfrente del trapiche donde la caña seguía siendo procesada. Las abejas parecían haber aumentado en número.
Javier llegó hasta donde estaba Fermín y éste se puso de inmediato de pie y salió a grandes pasos caminando hacia abajo. Ellos apretaron el paso también.
Cuando llegaron al portón el niño ya estaba subido sobre la paila del Ford.
—Por lo visto –le comentó Erik a Leticia que era quien caminaba detrás de él—, son muy tímidos aquí.
Subieron al automóvil y Laura lo puso en marcha. Y como en el sueño de la noche anterior, Javier y Erik se subieron en la parte trasera a conversar con el callado Fermín.
Llegaron hasta un falso a la izquierda y el niño se tiró del auto, Javier y Erik lo imitaron y le ayudaron a abrir el cerco. Laura entró en la finca de los Flores. Ante ella aparecieron arboles de mango, de ciruelas japonesas, matas de plátano y un sinnúmero de plantas tropicales. El aspecto de todo aquello le recordó el patio trasero de su casa. La única diferencia era que su padre había sembrado los arboles a una distancia equivalente entre uno y otro dejando algunos espacios y allí parecía no haberlos. Todas las plantas parecían formar una maraña de desorden natural que se le antojaba enfermiza. El sol se filtraba por entre las hojas verdes. Miró hacia lo que debía ser la calle y le pareció tan conocido que la sensación de deja vú la avasalló.
—Continua –le dijo Leticia a su derecha.
Miró por el espejo retrovisor y vio que tanto sus compañeros como el niño se habían subido a la paila justo sobre la puerta y le indicaban seguir. Aceleró despacio tratando de ver por dónde ir. Había dos marcas de ruedas, pero parecían tan antiguas como la vida misma y difícil de ver.
Logró avanzar sin ninguna dificultad al ver la separación entre las matas de huerta que formaban una especie de muro junto a las huellas borradas cubiertas de arbustos y grama verde y nueva.
Después de unos veinte minutos avanzando por entre la huerta llegaron a otro falso y frenó. De la parte trasera bajaron sus tres ocupantes y lo abrieron dándole el paso. Avanzó y esperó a que cerraran. Vio por el retrovisor como sus dos amigos realizaban la operación de este lado y el niño del otro. Los vio despedirse y después Erik acercándose a ella mientras Javier volvía a subirse a la paila.
—Dijo –le informó el pelirrojo— que siguieras la calle. De aquí en adelante ya no hay falsos. Sólo hay que pasar el puente de troncos sobre la quebrada y luego subir hasta la escuela. Allí ya estamos en El Limón.

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