miércoles, 27 de julio de 2016

Capítulo 9





La desaparición de Laura María se descubrió a las ocho de la mañana, siete horas después de haber salido ella de la casa. Y fue Leticia quien hizo el descubrimiento al entrar en su habitación y notar que toda la ropa, zapatos y demás cosas personales continuaban allí.
—¡Oigan! — llamó Leticia a sus compañeros de trabajo.
Al principio nadie se acercó. Fu Nila quien apareció detrás de la muchacha.
—¿Pasa algo? –dijo tratando de mirar lo que ella miraba.
—¿Y Laura? –preguntó sin mirar a nadie en particular.
—No lo sé, señorita. Cuando llegué –explicó Nila— la puerta estaba abierta. Pensé que había salido a algún lugar como el baño…
Y como si algo presintiera, Leticia levantó a los otros. Era día libre por lo menos para permanecer en casa después de las jornadas intensivas en el pueblo.
—¿Qué pasa? –dijo Javier estirándose y asomándose a la puerta.
—¿Quihay? –dijo Erik quitándose alguna lagaña.
—No está Laura –dijo Leticia.
—Debe de andar con el curita –dijo Erik mirando interesado el objeto quitado del ojo.
—No lo creo –dijo Leticia convencida—. Toda su ropa está en su habitación y los dos únicos pares de zapatos que trajo también.
Todos la siguieron a la habitación de Laura. Allí observaron lo normal, aunque, en efecto, todas sus cosas estaban allí.
—Debe de andar cagando –dijo Erik con su tono de cansancio.
—¡Erik! –lo regañó Leticia —. No hay porque ser vulgar.
Erik no contestó. Cuando aquel tonito de voz iba dirigido a él era señal de peligro.
Buscaron por toda la casa, en el baño, en la letrina. Nada. Ni señales de ella.
A las ocho y veinte se comenzaron a preocupar.
—Pero ¿qué pudo haber pasado?  –dijo Javier buscando con la mirada alguna pista visible.
La única pista visible eran las huellas sobre la tierra negra, pero ellos no eran seguidores de pistas de ese tipo así que se dedicaron a ir de un lado a otro un poco asustados y un poco llenos de preguntas.
Anduvieron gritando el nombre de Laura por toda la propiedad. No, por toda la propiedad no. Se limitaron a lo normal: la entrada, un poco más allá de la letrina y del cuartito de baño sin ir ni siquiera a la zona de los naranjos.
Cuando llegó Tino, porque Nila fue a buscarlo, éste fue hasta muy cerca del arroyo, pero no se le ocurrió ir un poco más allá. Lo único que le pasó por la cabeza fue asegurarse a sí mismo que la muchacha, según su pinta de niña de ciudad, el último lugar que seleccionaría para ir serían aquellos montarrales.
A las nueve y media ya todo El Limón y la Tabla se habían dado cuenta de la desaparición de la muchacha y todos aquellos que no se apuntaron a la búsqueda decían:
—Seguramente se perdió en el bosque. ¿Quién los manda a venir al campo si son gente de ciudad?
—Mmm. Debe haber caído en la Poza de la Sirena. Dicen que es hondísima y quien se mete nunca, jamás, regresa.
—Para mí que se fugó con el curita.
Y cosas por el estilo.
El curita se unió a la búsqueda a las diez de la mañana.
A las once de la mañana eran más de trescientas personas, combinadas las poblaciones de las dos aldeas, quienes estaban en una frenética búsqueda sin ningún resultado.
Como se dice popularmente, peinaron la aldea de arriba abajo sin ningún resultado.
—¿Cuál fue la última hora en qué la vieron? –preguntó Jorge a Javier mientras bajaban juntos por una colina en sentido opuesto al cementerio.
—La última vez fue cuando iba a acostarme. Usted estaba con ella sentado en la mesa.
—Eso quiere decir que yo fui el último en verla. ¿Dónde estará?
Bajaron al Limón. Se encontraban con otras personas que andaban en la búsqueda, pero de Laura nada.
A las doce del mediodía, la desaparición de Laura María Fernández, sin motivo aparente, era conocida por todas las aldeas y seguramente, como sucede con los virus, alguien que iba de viaje fue comentándolo con quien se encontraba en el camino.
—Se perdió alguien en El Limón.
—¿Y eso?
—Pues no se sabe. Dicen que ayer por la noche, con el cura, se le vio por última vez.
—Mmm. No será que…
—Quien sabe.
Y así se fue regando la noticia hasta convertirse, ya para las cuatro de la tarde en un romance de la muchacha con el cura. Pero el cura, decían, finge buscarla. Seguramente la tiene secuestrada en alguna cueva, o en la montaña. No se sabe.
El cura, amigo personal de la muchacha, no veía las razones, motivos o lo que fuera para que su amiga hubiera desaparecido y ya estaba comenzando a desesperarse cuando regresando de la inútil búsqueda vio al animalito sacando la lengua, visiblemente cansado, sentado sobre sus cuartos traseros en el patio donde Laura lo alimentaba.
El perro, de una raza mezcla de coyote y otra cosa, lo miraba con intensidad como si quisiera comunicarle algo. Eso sucedía al mediodía, cuando volvía del Limón y trataba de serenarse. Aún nadie había creado la teoría de que él era el secuestrador.

***

Había caminado, sin saberlo, más de diez kilómetros bajo la tierra y le dolían los pies. Se había sentado, gritado hasta que la garganta le dolió sin recibir respuesta. Se cansó de gritar y sentada sobre una tierra muy húmeda y olorosa dejó que su mente se tranquilizara. La oscuridad era muy completa y posiblemente, si era de noche, lo era aún más, aunque sospechaba que eso nada influía en la carencia de luz.
Estaba en una cueva, eso ya lo había comprobado palpando a su alrededor con las manos. Tierra suelta y húmeda. Había olido sus manos y no había descubierto ningún olor en particular que no fuera el de la tierra misma. Trató de mirar algo, de distinguir algo. Pero no fue posible estaba inmersa en una oscuridad de sólida como el carbón.
Dejó que sus pensamientos se asentaran como se asienta el agua después de que alguien o algo la han revuelto. Pero ¿Quién, o qué había hecho aquello? No comprendía absolutamente nada y por eso la confusión. Trató de convencerse que seguía dormida. Y que aquello era una pesadilla de la cual dentro de poco iba a salir. Esperó y nada de eso ocurrió. Seguía inmersa en la oscuridad. Se dio un pellizco muy fuerte en el brazo y dolió. No, aquello no era un sueño. Sin duda.
Al quedarse quieta con sus pensamientos sus sentidos, sobre todo, el del oído se agudizó. Así debía de sucederles a las personas ciegas. No sería que… estaba ciega. Y estaba aún en su habitación. No, no era posible. Porque a sus gritos continuos ya hubieran acudido sus compañeros. Hasta sus oídos llegaba un sonido tenue como de respiración lenta y pausada. Como un ritmo. Como si estuviera en el interior de un ser vivo. Esto la inquieto. Trató de ver de nuevo, pero la oscuridad era aún una caja cerrada.
Respiró hondo haciendo inhalaciones profundas y exhalaciones lentas hasta que su corazón pareció calmarse un poco. Sí, tenía que calmarse si no quería volverse loca. ¿Y sí se había vuelto loca y estaba interna en un manicomio? ¿Cuánto tiempo llevaba encerrada?
Descartó esta última idea de un manotazo mental. No era posible. ¿O sí?
“Cuando más tensos estamos –les decía un maestro de la facultad de medicina antes de los exámenes—, más frustrados nos sentimos. Hay que mantener el ánimo relajado y todo vendrá como el agua”
Las respiraciones profundas mezcladas con esta idea parecieron ir calmando su ansiedad. No lograba nada con desesperarse. Y como sucedía siempre con los sueños una palabra llegó hasta su conciencia: paciencia.
En el Zamorano, en aquella habitación de posada había soñado en una cueva, en un cura y como el cura le aconsejaba con voz tierna: paciencia.
Había tenido un sueño premonitorio sin lugar a dudas. Y allí estaba, en la cueva. También estaba Jorge, porque ahora que lo sabía comprendía el mensaje. Tenía que tener paciencia.
Respiró más profundo un par de veces y distinguió, mezclado con el olor a tierra predominante en el oxígeno algo parecido al olor de la ropa húmeda. Era una fina línea de ese olor entre la húmeda de la tierra, como una capa lejana, pero aun así muy presente.
—Tranquila, morena –se dijo Laura en voz alta y el sonido de su propia voz le pareció tranquilizador.
El aire era respirable, eso podría significar que había algún agujero, o la misma boca de la cueva muy cerca. Tenía que serenarse. Poco a poco saldría de aquello, pero con paciencia. Con mucha paciencia.
Volvió a respirar profundamente.
“Tengo que mantener la calma. Tengo que mantener la calma. Tengo que…”
A su derecha, como si se le estuviera respondiendo a dicho pensamiento, le pareció escuchar una especie de gruñido muy quedo.

***

El perro se llamaba Boby y había llegado por aquella misma cueva días atrás. Todo, como sucede siempre (y esto el perro no lo sabría nunca), era parte de un engranaje del destino muy bien construido. Pero según él todo había ocurrido por andar detrás de un conejo demasiado esquivo. Además, él no quería comérselo o hacerle daño, sólo jugar. Eso era todo. Pero de repente, se había metido como una bala, después de haberlo seguido durante más de cinco minutos, a un agujero.
No recordaba mucho sólo ir cayendo, sin posibilidades de sostenerse con sus patas que se agitaban desesperadas sobre una tierra demasiado suelta. El conejo, seguramente había tomado por otro rumbo porque ya no lo volvió a ver jamás.
Había caído por un agujero muy estrecho y durante muchos minutos hasta que chocó contra el suelo con violencia. Allí, tratando de volver a subir por el agujero permaneció largo rato. Ladrando y ladrando. Su ladrido se había perdido en la lejanía de aquel lugar, rebotando de un lado a otro escandalosamente.
Boby, un perro pequeño, apenas tenía cuatro meses, y muy grande para su edad había pertenecido a un muchacho descuidado en realidad porque si no hubiera venido por él. Parecía coyote y por eso le había gustado a su dueño un muchacho de apenas trece años. No se podía quejar del trato recibido hasta el momento, pero el hecho que lo dejara perderse no le sumaba puntos a su favor.
El perrito había escarbado con rapidez tratando de trepar por el mismo lugar, pero le fue imposible. Era demasiado empinado y además ni siquiera un gato con sus garras afiladas hubiera podido subir.
Había permanecido un buen rato aullando a la par de aquel agujero, pero comprobó después de ese rato que de nada servía. Nadie vendría en su auxilio. Y cuando la luz que se filtraba por el agujero comenzó a palidecer comprendió (en el fondo de su inteligencia de perro) que la oscuridad estaba llegando al mundo de allá arriba.
Desamparado y con ganas de volver a ver a su descuidado amo comenzó a caminar por entre la oscuridad. Sus ojos, perfeccionados como los de los gatos para mirar aún en la más profunda ausencia de luz veía sobre él una bóveda altísima arriba y una especie de camino muy ancho abajo.
Comenzó a andar al azar y viajó durante días. En realidad, durante más de diez días y durante aquel tiempo recorrió más de cincuenta kilómetros a veces caminando, a veces corriendo. Encontró riachuelos de agua limpia y bebió en muchos sitios. Lo que si escaseaba entre aquellos inmensos muros era la comida. Había visto, de vez en cuando algunas ratas, pero no pudo cazar ni una. En un riachuelo vio pasar algunos peces, pero tampoco pudo atrapar ninguno. Se resignó a comer, de vez en cuando algún hongo oculto entre las paredes.
Cuando ya no sentía deseos de seguir, después de aquellos diez días sin la luz del sol se encontró una noche con la salida. Se trataba de una salida grande. Era casi la medianoche y se quedó dormido justo allí en la boca de la cueva.
Por la mañana había vagado por los alrededores buscando comida. Por fin volvía a ver el sol, pero tenía miedo de alejarse mucho de la mina. Así que permaneció cerca. Aquel mismo día escuchó ruidos por entre los matorrales y olor a agua. Se acercó despacio más por el agua que por los ruidos.
Allí, cerca del agua estaba un hombre escarbando para sembrar unas plantas de hojas anchas. Dio un gran rodeo y subió unos cuantos metros para no ser visto y sació su sed. Pero seguía teniendo hambre.
Esperó a que el hombre se alejara para saltar el riachuelo y seguirlo de lejos. Casi siempre donde hay personas hay comida. Así que lo siguió hasta la casa. Allí vio como más personas llegaban. Se echó muy cerca de un pequeño edificio, lejos del grandote y sin darse cuenta se quedó dormido.
Se despertó cuando escuchó ruidos. Abrió los ojos y vio, algo asustado, que una humana, lo miraba desde cerca del pequeño edificio. Había salido corriendo al verlo y él había aprovechado para volver a la cueva de inmediato.
Por la noche, cuando el hambre volvió a morderlo regresó a la casa y ahora sí, dispuesto a mover la cola para que le dieran algo. La mujer al verlo, había tenido miedo otra vez, él pudo oler ese miedo, pero se le pasó muy rápido y le había puesto algo de comida. Se alegró, comió y cuando la mujer volvió a entrar a la casa él decidió quedarse cerca. La mujer era buena y podría adoptarla como a su nueva ama. ¿Por qué no?
Así que durante los siguientes días y sin que ella se diera cuenta la siguió a todos lados. Ella iba siempre con otro humano por un montón de lugares y él siempre se dejaba ver antes de irse a dormir. Siempre le daba comida.
Y la noche que la mujer se levantó en la madrugada él la siguió. Parecía dormida pues ni siquiera se había fijado en él y su infalible movimiento de cola. La mujer se había internado en la huerta y caminaba de prisa. Él la siguió y quedó visiblemente afectado cuando la vio entrar en aquel lugar oscuro y lleno de tierra roja.
No quería seguirla allí adentro, pero lo hizo a una distancia prudencial. Ella parecía dormida, pero caminaba muy rápido y muy pronto comenzó a internarse más y más dentro de aquel mal recordado agujero. Quería ladrar y decirle que no avanzara. Que allí no había comida rica y nunca daba calor, ni luz, pero claro, era un perro y no podía hablar.
Ella dejó caer algo al suelo, apenas un par de minutos después de haber entrado a la cueva. Era un objeto brillante y de metal. Lo olió y al no ser comida siguió de largo.
En algún momento de la rápida caminata, y cuando él ya no podía más y colgaba su lengua por entre el hocico. Ella se detuvo. Abrió los ojos y comenzó a querer agarrar el aire con las manos. De inmediato como lo había hecho él, comenzó a gritar, primero despacio y después más fuerte hasta hacer retumbar las paredes.
Bobby se detuvo asustado cuando escuchó los gritos de la mujer y olió una vez más esa extraña sustancia, casi dulzona, que es parte del miedo de los seres vivos. Él, también, en algún momento lo había sentido.

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