Antes de entrar al baño donde estaba la bañera, el
lugar típico del suicida por venas abiertas, Laura se posó enfrente del espejo
pegado a la puerta del armario. Allí, y de cuerpo entero, se observó. Era
hermosa y lo sabía, pero ese conocimiento no le daba ninguna alegría. Ella
nunca había sentido ningún placer, como suponía que todas las mujeres lo
sentían, al contemplar su cuerpo sin ninguna gota de grasa. Era hermosa según
los cánones de la belleza reinante. Se detuvo despacio, acariciando con la
mirada, sus curvas, las amplias caderas y los senos macizos, la mata de pelo
púbico entre sus piernas. Todo aquello, su cuerpo, muy pronto quedaría frío y
sin vida. ¿Tantos años alimentando aquel cuerpo y para qué?
Trató de sonreír y lo que el espejo le devolvió fue
una mueca horrible.
Y como signo de despedida levantó la mano y se dijo
adiós.
Si hubiera sido una heroína romántica de novela en
ese momento se hubiera echado a llorar desconsoladamente, pero como no lo era,
no lo hizo.
Entró en el cuartito del baño y miró por última vez
la estructura de las cosas. Era un cuarto muy grande para una sola persona. El
inodoro en primer plano, luego el lavamanos y por último la tina con su
regadera encima. Era una tina muy hermosa de color lavanda y patas de girasoles
aplastados.
Se acercó a la tina, colocó las hojas de afeitar
sobre la jabonera que estaba muy cerca del grifo y después abrió este último a
su máxima capacidad. El chorro de agua cristalina chocó contra el fondo de la
tina y brincó un poco antes de formar un pequeño lago. El lago creció y subió
hasta llegar la mitad. En este punto, Laura metió un pie despacio, luego el
otro y mirando hacia el frente, colocó las manos a ambos lados de la tina y se
sentó. El agua estaba tibia y era agradable su tacto.
Poco a poco la tina llegó hasta el máximo nivel y
la muchacha cerró el grifo. No quería que nadie entrara a su espacio privado,
no antes de que lo que fuera ella abandonara aquel cuerpo, y si dejaba el grifo
abierto el agua comenzaría a desbordarse sin control y llegaría hasta el piso
de abajo. No, no quería interrupciones en su último ritual.
Dejó que el agua penetrara todos sus poros,
humedeciera su larga cabellera y bajó el cuerpo hasta que su barbilla estuvo a
ras de la superficie líquida.
Sin volverse echó el brazo derecho hacia atrás,
hacia las hojas de afeitar. Colocó una sobre el borde la tina y con una
sobriedad increíble comenzó a liberar la otra de su cubierta de papel.
Despacio, como si lo que estuviera desenvolviendo fuera un caramelo, descubrió
la fina hoja de metal.
Con una sola de aquellas hojas bastaba, pero ella
quería estar preparada para lo peor. A veces fallaba una o se trababa en alguno
de los cartílagos de la muñeca y no quería correr ese riesgo. Colocó la hoja
filosa a su izquierda y luego tomó la otra. Realizó el mismo procedimiento de
desenvoltura y en ningún momento le tembló el pulso.
La luz del techo, amarilla y mortecina, se reflejó
en el acero pulido y luego fue a rebotar contra la frente de la muchacha. Está
no notó aquello, pero dicho reflejo pareció blanquear un poco y luego se volvió
de un tono azul. Fue algo muy rápido, casi imperceptible. Ella ni siquiera lo
notó.
Colocó esta segunda hoja a su derecha, siempre en
el borde de la bañera y luego respiró hondo. Sus pechos blancos al borde de la
superficie parecieron brincar un poco con el movimiento pulmonar.
“Bueno –pensó—, ha llegado la hora”
En aquel momento, según había leído, su corazón
debía de estar latiendo a más de ciento treinta pulsaciones por minutos, pero
no lo notó.
Si por lo menos pudiera sentir eso: las pulsaciones
aumentando a velocidades desorbitantes por el miedo. Pero no sentía miedo.
Nunca había sentido miedo en su vida. Era como si alguien, quizás esa genética
extraña que a veces deforma a los seres y los hace ver horribles y sin armonía
había actuado dentro de su organismo cortándole cualquier emoción.
Tomó, despacio la hoja de la izquierda con la mano
derecha y sacó la mano izquierda del agua con la palma de la mano hacia arriba.
Miró la vena y artería más sobresaliente y con un movimiento rápido llevó hacia
ellas el filo.
El destello azul brilló de nuevo sobre el acero
pulido del metal y en esta ocasión si le dio de lleno sobre la retina. Detuvo
el movimiento de bajada de la hoja cuando faltaban apenas cinco centímetros
para tocar la piel.
Aquel destello.
***
El cerebro humano sigue siendo uno de los misterios
más grandes para los científicos. Porque se ha avanzado mucho en el aspecto
fisiológico y se pude decir con toda seguridad, por ejemplo, dónde se guardan
los recuerdos, qué parte sirve para realizar el movimiento de un brazo, dónde
se realizan las operaciones matemáticas, las cuestiones del habla, pero… y es aquí
donde nadie se aventura a asegurarlo al ciento por ciento ¿Dónde se encuentra
el alma, o yo, o ánima, o lo que sea que somos en realidad los seres humanos?
¿Dónde se oculta el ser?
Ya en el siglo diecisiete, Descartes, aseguraba que
el alma se encuentra en la glándula pineal. Ese pequeño órgano en medio del
cerebro, según el filósofo, era el receptáculo del ser, pero nadie ha logrado
probar nada el respecto. Pero lo cierto es que cuando el ser abandona el
cuerpo, éste comienza a degenerarse en el acto. ¿Qué es eso del ser? ¿De dónde
viene? ¿Para dónde va? Todas esas preguntas siguen en el tapete de los
científicos y no se responderán hasta que el alma se pueda palpar. Algo tan
inverosímil como buscar los anteojos y llevarlos puestos, o buscar al buey subido
sobre él.
Laura María, al comprender que su profunda
depresión venía desde lo más profundo de su cuerpo, en algún momento, sobre
todo al salir del colegio creyó que la medicina le daría la respuesta y por eso
eligió dicha carrera. No sólo no le respondió las preguntas más básicas, sino
que le dijo que debía tomar dos vías: la de la droga o la de vivir amargada
toda la vida.
Laura María sabía muy bien cuál era el motivo de su
constante depresión: la ausencia de la serotonina en su organismo. No producía
ni una sola gota de esta importante sustancia en su organismo y entonces todo
aquel calor, dolor, ganas de llorar, no encontrarle sentido a la vida se
esparcía sin control por todo su cerebro el cual le enviaba al cuerpo mensajes
llenos de cansancio, angustia, pereza… pero había algo que no comprendía. Según
los estudios la ausencia de serotonina también causaba desconcentración aguda.
Pero ella, estudiaba, comprendía y memorizaba con mucha facilidad las cosas.
Era la número uno desde la escuela
hasta la universidad.
El destello azul, había detenido el movimiento de
la mano derecha porque, como un sol muy potente, había entrado en algunos
rincones de su cerebro y había removido muchas cosas allí, sobre todo, una
serie de sueños ocultos y olvidados. Esos tipos de sueños que sabes que has soñado,
pero por mucho que intentes querer recordar, no puedes.
A su presente, y como una red de distintos hilos,
se presentaron aquellos sueños tan extraños y tan significativos a la vez.
Porque en todos ellos, estaba segura, era ella, aunque representara a otras
personas, la protagonista.
En uno de los sueños era un hombre de color canela
y hablaba un extraño idioma. Avanzaba por una ciudad atestada de gente y las
carretas haladas por bueyes abundaban yendo y viniendo por unas carreteras de
tierra rojiza, casi azafrán. Llegaba a una casa, entraba y descubría a su
esposa, porque en el sueño él era hombre, manteniendo relaciones sexuales con
otro hombre. Ese hombre, al ser descubierto, salía huyendo y él se quedaba
reclamándole a su mujer. Su mujer lloraba y le pedía piedad y perdón. Pero él,
sacaba una especie de arma filosa y la asesinaba. Luego, arrepentido se veía
las manos manchadas de la sangre de su esposa que no era tal, sino su hermana.
Estaba convencido de esto último. Salía a la calle, confesaba su crimen, pero
nadie le hacía caso. Corría, corría enloquecido y gritando la clemencia de
Krishna.
El segundo sueño, como enredado en el hilo del
otro, la mostraba como una niña muy pequeña atravesando una especie de desierto.
Ella iba mirando a una mujer de aspecto gigantesco a la cual identificaba como
a su madre. Su madre iba enfrente de ella cargando sobre su cabeza una vasija
conteniendo algo. Sabía que era agua, pero no entendía para qué. Se miraba las
manitas y descubría que era negra, más negra que la noche. Arriba el sol
brillaba y parecía más caliente que una estufa encendida. Sentía deseos de
llorar, pero no lo hacía porque le tenía miedo y amor a su madre. Los dos
sentimientos luchaban en su interior y parecía ganar el amor. La mujer se
volvía y con gesto duro le hablaba en un idioma también desconocido. Le
entendía y apretaba el paso corriendo con sus pequeñas piernas.
Luego brincó en aquel breve segundo el tercer
recuerdo. Iba en un barco muy antiguo fabricado de madera y la tormenta
arreciaba en el mar. El barco se agitaba con fuerza y chocaba contra algo que
también flotaba en el mar. Pero continuaba. Ella, en ese sueño era un marino
viejo y con un solo ojo. Maldecía y agitaba su puño hacia el cielo blasfemando por
las fuerzas de los elementos. No pedía por su vida sino el tener una muerte
rápida y violenta. Otros hombres, mujeres, niños, ancianos y animales parecían
flotar entre las olas, unos muertos y otros agitándose con desesperación para
no morir. Pero el mar seguía elevándose en olas y llevando de un lado para otro
el barco de madera antigua. Los gritos del hombre tuerto y viejo se perdían en
la lejanía mientras el cielo enviaba rayos y relámpagos contra todo lo que
estaba en la superficie. Un sentimiento de completo abandono reinaba en el
fondo de aquel hombre blasfemo. Las olas, al final se lo llevaban hasta el
fondo del mar.
En la siguiente secuencia traída por su cerebro al
presente, Laura María se vio en medio de una profunda selva tropical. Se
ocultaba de algo, o de alguien que la perseguía entre los árboles. Llevaba en
las manos una urna de jade y parecía protegerla con ambas manos sobre el pecho.
Era un objeto pequeño, pero contenía algo poderoso. Algo para hacer despertar a
los espíritus. Después de un largo rato tirada allí, debajo de unas grandes
ramas, se ponía en pie y notaba sus pies enfundados en sandalias de cuero. Era
una mujer alta y de aspecto indígena. En el ambiente, además de las lianas, los
árboles de hojas verdes y de troncos cafés, flotaba una especie de neblina.
Pero no era una neblina natural, sino provocada por alguien. Llegaba hasta una
cueva y allí, en medio de varios cacharros encendía una hoguera, preparaba una
poción con el contenido del recipiente y como un rayo elevaba el vuelo. No
comprendía si su cuerpo flotaba o sólo su propia conciencia. Lo cierto era que
se veía a sí misma suspendida en el aire, flotando por sobre los árboles y
yendo hacia un lugar previamente identificado. Flotaba y era agradable sentir
el golpe del aire frío sobre el rostro.
Volvía a ser hombre y estaba sentada sobre un
cómodo asiento mirando hacia todos lados donde miles de personas parecían estar
pendientes de sus palabras. Hablaba y extendía el brazo como en señal de
saludo. Los demás le contestaban. Todos tenían miedo, lo podía palpar en el
aire como el perro huele el miedo de las personas. Era un olor dulzón y agrío a
la vez. Desagradable. Pero pensaba: es mejor ser temido a ser traicionado,
quien vuelva a intentar una traición lo pagará muy caro. Eran palabras nítidas
y lejanas, pero no tanto. Estaba detrás de una mesa sobre la cual varias
pantallas a colores parecían emitir sonidos silbantes y molestos, pero a él le
parecían la mar de agradables. Sonreía, volvía a saludar y todos lo aclamaban.
Era una sensación agradable, pero vacía. Miedo y deseos de venganza.
Sensaciones extrañas y hermosas a la vez.
El cuadro desaparecía como el humo y otro se posaba
en su conciencia. Ahora volaba. Pero no volaba sobre la tierra sino sobre una
especie de nave espacial. Había pantallas, botones, asientos y más personas a
su alrededor. Miles de personas lo rodeaban. Todos vestían trajes brillantes y
no tenían cabello. El tampoco. Se palpaba la cabeza con ambas manos y
descubría, o era consciente de ser una especie de emigrante a las estrellas.
Era una mujer, lo podía sentir porque estaba embarazada y le dolían los pechos.
Era una sensación horrible ir flotando en el espacio, pero al mismo tiempo
flotaba la esperanza para la vida propia y para la que llevaba en las entrañas.
Pensó en el padre del hijo del vientre y no logró reconocer a nadie. El hijo de
su vientre no había sido concebido en un acto carnal, sino en una mesa de
laboratorio. A su alrededor había más mujeres sin cabello, pero no estaban
embarazadas, sólo ella. Y debido a ese embarazo había miedo en su corazón.
Miraba por los enormes ventanales hacia las oscuras profundidades y se
preguntaba si llegarían. Si llegarían a sus destinos.
Seis vidas en un segundo, porque ese había sido el
tiempo ocupado en verlo todo. Y lo más extraño era la sensación interna de que
todo aquello estaba sucediendo en aquel momento y aún más. Que todos los
personajes, veían todo lo que los demás estaban haciendo. A ella, todos la
veían como a ellos los veía ella. Y todo estaba sucediendo ahora. Como varias
vidas en progreso y todas siendo la misma persona. Era una sensación
extrañísima. Como si se hubiera separado en siete y luego vuelto a unir en un
mismo instante.
Todo aquello se lo envió el cerebro en una especie
de flash azul. Aquella luz de la hoja pulida chocando contra la retina le había
removido esos recuerdos. ¿O no eran recuerdos? Eran tan vívidos que hasta pudo
percibir el calor del sol quemándole la piel o el aire chocando contra su
cuerpo, o sintiendo la vida latir en su matriz. Todo había sido tan real. Y esa
sensación de que todos, en ese mismo momento se habían conectado para ver y
sentir lo que le estaba sucediendo al otro era como un punto de clímax en todas
aquellas vidas.
Aquello era nuevo y le intrigó.
Algo se había salido de la rutina y de la soledad.
Algo que venía desde lo más profundo de su ser y que era un misterio. Un
misterio que le interesó sobremanera.
Colocó despacio la hoja de afeitar en el borde de
la tina de baño y cerrando los ojos dijo como en una especie de oración:
—Todos ellos soy yo.
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