miércoles, 27 de julio de 2016

Capítulo 2





Antes de entrar al baño donde estaba la bañera, el lugar típico del suicida por venas abiertas, Laura se posó enfrente del espejo pegado a la puerta del armario. Allí, y de cuerpo entero, se observó. Era hermosa y lo sabía, pero ese conocimiento no le daba ninguna alegría. Ella nunca había sentido ningún placer, como suponía que todas las mujeres lo sentían, al contemplar su cuerpo sin ninguna gota de grasa. Era hermosa según los cánones de la belleza reinante. Se detuvo despacio, acariciando con la mirada, sus curvas, las amplias caderas y los senos macizos, la mata de pelo púbico entre sus piernas. Todo aquello, su cuerpo, muy pronto quedaría frío y sin vida. ¿Tantos años alimentando aquel cuerpo y para qué?
Trató de sonreír y lo que el espejo le devolvió fue una mueca horrible.
Y como signo de despedida levantó la mano y se dijo adiós.
Si hubiera sido una heroína romántica de novela en ese momento se hubiera echado a llorar desconsoladamente, pero como no lo era, no lo hizo.
Entró en el cuartito del baño y miró por última vez la estructura de las cosas. Era un cuarto muy grande para una sola persona. El inodoro en primer plano, luego el lavamanos y por último la tina con su regadera encima. Era una tina muy hermosa de color lavanda y patas de girasoles aplastados.
Se acercó a la tina, colocó las hojas de afeitar sobre la jabonera que estaba muy cerca del grifo y después abrió este último a su máxima capacidad. El chorro de agua cristalina chocó contra el fondo de la tina y brincó un poco antes de formar un pequeño lago. El lago creció y subió hasta llegar la mitad. En este punto, Laura metió un pie despacio, luego el otro y mirando hacia el frente, colocó las manos a ambos lados de la tina y se sentó. El agua estaba tibia y era agradable su tacto.
Poco a poco la tina llegó hasta el máximo nivel y la muchacha cerró el grifo. No quería que nadie entrara a su espacio privado, no antes de que lo que fuera ella abandonara aquel cuerpo, y si dejaba el grifo abierto el agua comenzaría a desbordarse sin control y llegaría hasta el piso de abajo. No, no quería interrupciones en su último ritual.
Dejó que el agua penetrara todos sus poros, humedeciera su larga cabellera y bajó el cuerpo hasta que su barbilla estuvo a ras de la superficie líquida.
Sin volverse echó el brazo derecho hacia atrás, hacia las hojas de afeitar. Colocó una sobre el borde la tina y con una sobriedad increíble comenzó a liberar la otra de su cubierta de papel. Despacio, como si lo que estuviera desenvolviendo fuera un caramelo, descubrió la fina hoja de metal.
Con una sola de aquellas hojas bastaba, pero ella quería estar preparada para lo peor. A veces fallaba una o se trababa en alguno de los cartílagos de la muñeca y no quería correr ese riesgo. Colocó la hoja filosa a su izquierda y luego tomó la otra. Realizó el mismo procedimiento de desenvoltura y en ningún momento le tembló el pulso.
La luz del techo, amarilla y mortecina, se reflejó en el acero pulido y luego fue a rebotar contra la frente de la muchacha. Está no notó aquello, pero dicho reflejo pareció blanquear un poco y luego se volvió de un tono azul. Fue algo muy rápido, casi imperceptible. Ella ni siquiera lo notó.
Colocó esta segunda hoja a su derecha, siempre en el borde de la bañera y luego respiró hondo. Sus pechos blancos al borde de la superficie parecieron brincar un poco con el movimiento pulmonar.
“Bueno –pensó—, ha llegado la hora”
En aquel momento, según había leído, su corazón debía de estar latiendo a más de ciento treinta pulsaciones por minutos, pero no lo notó.
Si por lo menos pudiera sentir eso: las pulsaciones aumentando a velocidades desorbitantes por el miedo. Pero no sentía miedo. Nunca había sentido miedo en su vida. Era como si alguien, quizás esa genética extraña que a veces deforma a los seres y los hace ver horribles y sin armonía había actuado dentro de su organismo cortándole cualquier emoción.
Tomó, despacio la hoja de la izquierda con la mano derecha y sacó la mano izquierda del agua con la palma de la mano hacia arriba. Miró la vena y artería más sobresaliente y con un movimiento rápido llevó hacia ellas el filo.
El destello azul brilló de nuevo sobre el acero pulido del metal y en esta ocasión si le dio de lleno sobre la retina. Detuvo el movimiento de bajada de la hoja cuando faltaban apenas cinco centímetros para tocar la piel.
Aquel destello.

***

El cerebro humano sigue siendo uno de los misterios más grandes para los científicos. Porque se ha avanzado mucho en el aspecto fisiológico y se pude decir con toda seguridad, por ejemplo, dónde se guardan los recuerdos, qué parte sirve para realizar el movimiento de un brazo, dónde se realizan las operaciones matemáticas, las cuestiones del habla, pero… y es aquí donde nadie se aventura a asegurarlo al ciento por ciento ¿Dónde se encuentra el alma, o yo, o ánima, o lo que sea que somos en realidad los seres humanos? ¿Dónde se oculta el ser?
Ya en el siglo diecisiete, Descartes, aseguraba que el alma se encuentra en la glándula pineal. Ese pequeño órgano en medio del cerebro, según el filósofo, era el receptáculo del ser, pero nadie ha logrado probar nada el respecto. Pero lo cierto es que cuando el ser abandona el cuerpo, éste comienza a degenerarse en el acto. ¿Qué es eso del ser? ¿De dónde viene? ¿Para dónde va? Todas esas preguntas siguen en el tapete de los científicos y no se responderán hasta que el alma se pueda palpar. Algo tan inverosímil como buscar los anteojos y llevarlos puestos, o buscar al buey subido sobre él.
Laura María, al comprender que su profunda depresión venía desde lo más profundo de su cuerpo, en algún momento, sobre todo al salir del colegio creyó que la medicina le daría la respuesta y por eso eligió dicha carrera. No sólo no le respondió las preguntas más básicas, sino que le dijo que debía tomar dos vías: la de la droga o la de vivir amargada toda la vida.
Laura María sabía muy bien cuál era el motivo de su constante depresión: la ausencia de la serotonina en su organismo. No producía ni una sola gota de esta importante sustancia en su organismo y entonces todo aquel calor, dolor, ganas de llorar, no encontrarle sentido a la vida se esparcía sin control por todo su cerebro el cual le enviaba al cuerpo mensajes llenos de cansancio, angustia, pereza… pero había algo que no comprendía. Según los estudios la ausencia de serotonina también causaba desconcentración aguda. Pero ella, estudiaba, comprendía y memorizaba con mucha facilidad las cosas. Era la número uno desde la escuela hasta la universidad.
El destello azul, había detenido el movimiento de la mano derecha porque, como un sol muy potente, había entrado en algunos rincones de su cerebro y había removido muchas cosas allí, sobre todo, una serie de sueños ocultos y olvidados. Esos tipos de sueños que sabes que has soñado, pero por mucho que intentes querer recordar, no puedes.
A su presente, y como una red de distintos hilos, se presentaron aquellos sueños tan extraños y tan significativos a la vez. Porque en todos ellos, estaba segura, era ella, aunque representara a otras personas, la protagonista.
En uno de los sueños era un hombre de color canela y hablaba un extraño idioma. Avanzaba por una ciudad atestada de gente y las carretas haladas por bueyes abundaban yendo y viniendo por unas carreteras de tierra rojiza, casi azafrán. Llegaba a una casa, entraba y descubría a su esposa, porque en el sueño él era hombre, manteniendo relaciones sexuales con otro hombre. Ese hombre, al ser descubierto, salía huyendo y él se quedaba reclamándole a su mujer. Su mujer lloraba y le pedía piedad y perdón. Pero él, sacaba una especie de arma filosa y la asesinaba. Luego, arrepentido se veía las manos manchadas de la sangre de su esposa que no era tal, sino su hermana. Estaba convencido de esto último. Salía a la calle, confesaba su crimen, pero nadie le hacía caso. Corría, corría enloquecido y gritando la clemencia de Krishna.
El segundo sueño, como enredado en el hilo del otro, la mostraba como una niña muy pequeña atravesando una especie de desierto. Ella iba mirando a una mujer de aspecto gigantesco a la cual identificaba como a su madre. Su madre iba enfrente de ella cargando sobre su cabeza una vasija conteniendo algo. Sabía que era agua, pero no entendía para qué. Se miraba las manitas y descubría que era negra, más negra que la noche. Arriba el sol brillaba y parecía más caliente que una estufa encendida. Sentía deseos de llorar, pero no lo hacía porque le tenía miedo y amor a su madre. Los dos sentimientos luchaban en su interior y parecía ganar el amor. La mujer se volvía y con gesto duro le hablaba en un idioma también desconocido. Le entendía y apretaba el paso corriendo con sus pequeñas piernas.
Luego brincó en aquel breve segundo el tercer recuerdo. Iba en un barco muy antiguo fabricado de madera y la tormenta arreciaba en el mar. El barco se agitaba con fuerza y chocaba contra algo que también flotaba en el mar. Pero continuaba. Ella, en ese sueño era un marino viejo y con un solo ojo. Maldecía y agitaba su puño hacia el cielo blasfemando por las fuerzas de los elementos. No pedía por su vida sino el tener una muerte rápida y violenta. Otros hombres, mujeres, niños, ancianos y animales parecían flotar entre las olas, unos muertos y otros agitándose con desesperación para no morir. Pero el mar seguía elevándose en olas y llevando de un lado para otro el barco de madera antigua. Los gritos del hombre tuerto y viejo se perdían en la lejanía mientras el cielo enviaba rayos y relámpagos contra todo lo que estaba en la superficie. Un sentimiento de completo abandono reinaba en el fondo de aquel hombre blasfemo. Las olas, al final se lo llevaban hasta el fondo del mar.
En la siguiente secuencia traída por su cerebro al presente, Laura María se vio en medio de una profunda selva tropical. Se ocultaba de algo, o de alguien que la perseguía entre los árboles. Llevaba en las manos una urna de jade y parecía protegerla con ambas manos sobre el pecho. Era un objeto pequeño, pero contenía algo poderoso. Algo para hacer despertar a los espíritus. Después de un largo rato tirada allí, debajo de unas grandes ramas, se ponía en pie y notaba sus pies enfundados en sandalias de cuero. Era una mujer alta y de aspecto indígena. En el ambiente, además de las lianas, los árboles de hojas verdes y de troncos cafés, flotaba una especie de neblina. Pero no era una neblina natural, sino provocada por alguien. Llegaba hasta una cueva y allí, en medio de varios cacharros encendía una hoguera, preparaba una poción con el contenido del recipiente y como un rayo elevaba el vuelo. No comprendía si su cuerpo flotaba o sólo su propia conciencia. Lo cierto era que se veía a sí misma suspendida en el aire, flotando por sobre los árboles y yendo hacia un lugar previamente identificado. Flotaba y era agradable sentir el golpe del aire frío sobre el rostro.
Volvía a ser hombre y estaba sentada sobre un cómodo asiento mirando hacia todos lados donde miles de personas parecían estar pendientes de sus palabras. Hablaba y extendía el brazo como en señal de saludo. Los demás le contestaban. Todos tenían miedo, lo podía palpar en el aire como el perro huele el miedo de las personas. Era un olor dulzón y agrío a la vez. Desagradable. Pero pensaba: es mejor ser temido a ser traicionado, quien vuelva a intentar una traición lo pagará muy caro. Eran palabras nítidas y lejanas, pero no tanto. Estaba detrás de una mesa sobre la cual varias pantallas a colores parecían emitir sonidos silbantes y molestos, pero a él le parecían la mar de agradables. Sonreía, volvía a saludar y todos lo aclamaban. Era una sensación agradable, pero vacía. Miedo y deseos de venganza. Sensaciones extrañas y hermosas a la vez.
El cuadro desaparecía como el humo y otro se posaba en su conciencia. Ahora volaba. Pero no volaba sobre la tierra sino sobre una especie de nave espacial. Había pantallas, botones, asientos y más personas a su alrededor. Miles de personas lo rodeaban. Todos vestían trajes brillantes y no tenían cabello. El tampoco. Se palpaba la cabeza con ambas manos y descubría, o era consciente de ser una especie de emigrante a las estrellas. Era una mujer, lo podía sentir porque estaba embarazada y le dolían los pechos. Era una sensación horrible ir flotando en el espacio, pero al mismo tiempo flotaba la esperanza para la vida propia y para la que llevaba en las entrañas. Pensó en el padre del hijo del vientre y no logró reconocer a nadie. El hijo de su vientre no había sido concebido en un acto carnal, sino en una mesa de laboratorio. A su alrededor había más mujeres sin cabello, pero no estaban embarazadas, sólo ella. Y debido a ese embarazo había miedo en su corazón. Miraba por los enormes ventanales hacia las oscuras profundidades y se preguntaba si llegarían. Si llegarían a sus destinos.
Seis vidas en un segundo, porque ese había sido el tiempo ocupado en verlo todo. Y lo más extraño era la sensación interna de que todo aquello estaba sucediendo en aquel momento y aún más. Que todos los personajes, veían todo lo que los demás estaban haciendo. A ella, todos la veían como a ellos los veía ella. Y todo estaba sucediendo ahora. Como varias vidas en progreso y todas siendo la misma persona. Era una sensación extrañísima. Como si se hubiera separado en siete y luego vuelto a unir en un mismo instante.
Todo aquello se lo envió el cerebro en una especie de flash azul. Aquella luz de la hoja pulida chocando contra la retina le había removido esos recuerdos. ¿O no eran recuerdos? Eran tan vívidos que hasta pudo percibir el calor del sol quemándole la piel o el aire chocando contra su cuerpo, o sintiendo la vida latir en su matriz. Todo había sido tan real. Y esa sensación de que todos, en ese mismo momento se habían conectado para ver y sentir lo que le estaba sucediendo al otro era como un punto de clímax en todas aquellas vidas.
Aquello era nuevo y le intrigó.
Algo se había salido de la rutina y de la soledad. Algo que venía desde lo más profundo de su ser y que era un misterio. Un misterio que le interesó sobremanera.
Colocó despacio la hoja de afeitar en el borde de la tina de baño y cerrando los ojos dijo como en una especie de oración:
—Todos ellos soy yo.

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