miércoles, 27 de julio de 2016

Capítulo 1

Para Laura María E. M. 
A pesar del tiempo recuerdo su amistad
—jnpd




1971
Laura María, acababa de cumplir los veinte años cuando decidió acabar con su vida.
La noche elegida para dicho propósito fue el lunes, veinte de septiembre. Corría el año mil novecientos setenta y uno. Los motivos, eran muchos, pero el principal venía desde el fondo de su constitución química. La forma: un par de hojas de afeitar compradas en las cercanías de su casa.
Cenó con normalidad en el comedor junto a sus padres y a su hermano mayor. No dijo nada y se mostró como todos los días de su vida hasta ese momento: alegre por fuera, aunque por dentro, desde hacía muchos años estaba muerta.
—Laura –le dijo su padre en algún momento entre la ensalada y el pollo—, deberías de visitar a tu abuela.
No era una orden, sino una sugerencia que, a ella, en ese momento, le resultaba algo fuera de contexto. ¿Visitar a su abuela para qué? Pero no dijo nada, se limitó a asentir y continuó con el pollo.
La familia Fernández Arita pertenecía a la clase alta de la sociedad hondureña de aquellos años y eran muy estimados dentro de los círculos a los cuales pertenecían o asistían. Dichos círculos eran los comunes a la gente de bien: clubes de deportes, clubes de beneficencia y últimamente a los círculos del mundo de la medicina donde sus dos hijos habían comenzado a moverse con mucho éxito.
Gunter Alfredo tenía veintitrés años y cursaba ya el quinto año de la carrera de medicina general con miras a perfeccionarse en el extranjero cuando se recibiera de la universidad estatal. Su hermana, Laura María, apenas llevaba el tercer año de lo mismo y ambos parecían subir muy rápido en la estima de todos los catedráticos de la universidad. Tanto que muchos maestros ya los ponían como ejemplos.
Ángela Maritza Arita y Óscar David Fernández, sus padres, eran los padres más orgullosos de la Tegucigalpa de aquellos tiempos.
La casa de la familia Fernández Arita estaba ubicada, también, en lo que más adelante sería conocida como Las Lomas del Guijarro, pero que ahora todos denominaban como Las Lomas porque eran un par de cimas minúsculas en el mismo centro de la capital. Se trataba de una casa de dos plantas, de techos rojos y amplios jardines. Jardines rebosantes de plantas florales y de ornamento. Y como era normal, la madre estaba orgullosa de sus miles de variedades de flores y el padre de sus deliciosos mangos, guayabas y naranjas. Ambos, con una empresa sólida dedicada a la venta de aparatos médicos a hospitales y clínicas privadas llevaban una vida relajada y se sentían dichosos a la edad de los cuarenta años. Tenían dos hijos que eran, y serían muy exitosos. ¿Qué más podían pedirle a la vida?
Era como si la casa de los Fernández Arita, ubicada sobre la colina más alta y en un terreno de más de dos manzanas, estuviera dividida en dos, justo en la mitad de la casa ¿Por qué? Porque a partir de ese punto y hacia delante de la fachada extendiéndose hasta el muro y la puerta de entrada principal estaba sembrado de una diversidad de flores cuidadas por un jardinero muy viejo y su ayudante muy joven y supervisados por la señora de muy cerca; la parte de atrás de la casa, cultivada por don Óscar comenzaba justo allí y eran árboles y más árboles de mangos de todas las especies, aguacates, naranjos, limones, ciruelas, matasanos y hasta una pequeña huerta de plátanos en el extremo más alejado por donde se abría otro portón muy grande y que servía para la entrada de algunos camiones en el tiempo de la cosecha, porque don Óscar era un comerciante nato y no dejaba perder ni un solo mango en la época de la recogida. Vendía sus productos a los mejores supermercados de la capital y obtenía un poco más de capital.
La casa, como ya dijimos era de dos plantas, cuatro patios y tejas de barro sobre entablados de maderas curadas. La habían mandado a hacer después de conocerse y poco a poco, mientras el dinero también crecía, la casa subía. Eso había sido en los años cincuenta, cuando apenas acababa de nacer Gunter y Laura venía en camino. La habían hecho de dos plantas y de varias habitaciones porque pensaban llenarla de pequeños. El problema fue que cuando nació Laura ya no hubo más. El trabajo y el aumento de las obligaciones los había empujado a ceder en ese aspecto y ahora que estaban libres del trabajo intenso ya no querían lidiar con pequeños.
La habitación de Laura María estaba en la parte de atrás del segundo piso y cuando se asomaba al precioso balcón podía ver las copas de los inmensos palos de mango que extendían sus ramas hacia ella. En algunas ocasiones hasta podía estirar una mano y tomar un mango maduro en la época de la cosecha. Desde aquel balcón, donde tenía un par de macetas con palmeras, su planta favorita, podía observar, además de los mangos algunas casas lejanas subiendo por las laderas de los cerros y el verde y fresco Picho que se extendía como una meseta allá a lo lejos.
Durante muchas horas, en su infancia, y en compañía de muchas compañeritas de la escuela, en ese sitio, había mirado pasar las estrellas fugaces y pedirles deseos. Uno de sus deseos más frecuentes era, y nadie más que ella lo sabía, encontrarle sabor a la vida.
Ese era su secreto más grande. Lo tenía todo, menos deseos de vivir. No le encontraba sabor a la vida y no entendía el motivo. Miraba a los demás, y sentía un poco de envidia cuando los veía sonreír, amar y llorar por las cosas más nimias. Ella no podía. No recordaba cuando había sido la primera vez que se había sentido así, pues no había una primera vez: siempre había sido así y durante sus primeros años lo había considerado algo normal.
Pero cuando empezó la escuela y veía a sus compañeros gritar de alegría por cualquier cosa, llorar o hasta enojarse por alguna razón, ella sospechó algo.
Sus padres, al verla crecer de esa forma tan simple como los padres ven crecer a sus hijos, creyendo que cada uno manifiesta su propia personalidad de la forma que quiere, no le prestaron nunca atención a que jamás reía, jamás lloraba, no se peleaba, no discutía. Nada. Era un ser humano que vivía y ya.
Lo que ignoraban era que su hija, por dentro, siempre había estado muriendo lentamente. Y que esta muerte comenzó a acelerarse cuando alcanzó la pubertad a la edad de los trece años. Por entonces comenzaba el colegio.
Aquellos primeros días comenzó a experimentar una especie de calor interno que le nacía en el pecho y se iba extendiendo por los brazos, piernas y sobre todo por la cabeza. Aquel calor se transformaba en cansancio y en una especie de malestar picante debajo de los ojos. Y sin razón alguna, a veces, lloraba.
Comenzó a llorar a los trece años y siempre cuando estaba sola. No entendía las razones para las lágrimas solo que después de hacerlo su interior parecía volver a calmarse y a normalizarse. Así pues, se volvió una costumbre de todas las noches, o de esos momentos en los cuales estaba a solas. Sus amigos de la infancia fueron creciendo y cada quién, como es natural, fue tomando su propio camino. Algunos muchachos, en las reuniones de sus padres, o en la misma facultada de medicina, comenzaron a interesarse por ella, pero ella no se interesó en ninguno de ellos.
—Deberías aceptar esa invitación –solía decirle su madre cuando la veía decirle no, por teléfono o en vivo, a algún pretendiente.
Ella miraba a su madre, sonreía, pero no decía nada.
Si hubiera sentido algo, como la mayoría de sus compañeras y amigas lo hacían, seguramente habría aceptado las invitaciones sin ningún reparo, pero no sentía ni siquiera deseos de asistir a ningún lado con nadie. Cuando sus padres la llevaban iba, pero hubiera preferido quedarse en casa, leer un libro o escuchar música. No sentía nada.
Cuando terminó el colegio, con las notas más altas de todo el plantel, sus padres le ofrecieron un viaje por Europa durante todo un mes, o el tiempo que duraran las vacaciones antes de entrar a la universidad y solamente les dijo:
—Prefiero descansar aquí, en casa.
Sus padres no tuvieron objeción y le regalaron un automóvil para cuando obtuviera su licencia de conducir. Dicho auto estuvo metido en el garaje, junto a los mangos, durante dos años hasta que los utilizó su madre.
No le gustaba celebrar su cumpleaños y cuando éste llegaba se encerraba en su habitación a escuchar música clásica o leer en soledad.
—Hermana –le había dicho su hermano mayor en una ocasión—, deberías de socializar un poco más. Si vas a atender a personas debes convivir con ellas.
No le dijo nada y sólo le envió una mirada cargada de desparece de aquí.
Su hermano era otro tópico aparte. Parecían, más que hermanos, un par de desconocidos y esto había sido desde la niñez. Ni siquiera peleaban, ni se gritaban, eran simples personas que vivían en el mismo lugar y si no se veían aún mejor. Su hermano era todo lo contrario a ella y durante los desayunos, o las cenas que eran los momentos en los cuales siempre coincidía la familia, todos crecieron escuchando sus primeros amores, sus dudas acerca de esto o aquello, sus equipos de fútbol. Todo.
Cuando comenzó la universidad, a la edad de diecisiete años, creyó que algo iba a cambiar en su vida, pero descubrió con la misma amargura del tránsito de la escuela al colegio que ésta sólo era una extensión de lo mismo. Su decepción no fue visible a nadie, excepto para ella. Siguió funcionando como lo había hecho durante todos los años anteriores: por pura inercia. Quizás si hubiera comenzado a obtener malas notas en sus padres se hubieran preocupado y buscado los motivos o razones para tal bajón, pero estaba tan acostumbrada a llenar su cerebro de datos, quizás como una forma de escape al dolor, que reacomodó los ambientes, niveles y contenidos a su nueva situación. Era la más triunfadora intelectual de su grupo. Nadie podía sospechar que por dentro seguía muriendo.

***

—Me da dos Gillette por favor –le pidió a la señora de la pulpería que estaba a una cuadra de su casa.
La señora la miró como preguntándose porque aquel lujoso automóvil se había detenido casi enfrente de su pequeño negocio, pero no dijo nada. Entregó la mercadería, escuchó un gracias algo tímido, recibió el valor y luego vio como aquella hermosa chica subía de nuevo al automóvil y se alejaba hacia el fondo de la residencial.
Laura María metió ambas hojas de afeitar, aún es sus estuches de papel, en medio del tomo de Anatomía que estaba ocupando en sus clases. No sentía ni siquiera el corazón acelerado en el pecho, como si aquello que pensaba hacer fuera lo más natural del mundo.
Entró a su casa y el hombre del portón, un señor de barba blanca y algo bizco, le saludó con la mano y unas palabras:
—Buenas tardes, señorita.
Ella, por simple inercia y costumbre, contestó con la mano levantada y una sonrisa en el rostro.
Dejó el regalo de fin de colegio en su mismo lugar de todos los días y sin pasar por la sala subió hasta su habitación. Allí, sobre su mesita de estudio, dejó los libros y luego se sentó en la orilla de la cama, con la mirada puesta sobre el balcón. Eran casi las seis de la tarde.
“¿Qué sentiré?” –se preguntó con frialdad.
Por su cabeza no pasaban ideas tales como: ¿Qué dirán cuando encuentren mi cuerpo? ¿Irá mi alma al infierno? ¿Dejaré de sentir esto que siento ahora? En primer lugar, no se iba a quitar la vida como castigo hacia alguien en especial. En su vida no había enamorado, ni decepción amorosa que borrar. Sus padres le tenían sin cuidado. Era algo que desde hacía mucho tiempo atrás había dejado de importarle. En segundo lugar, no creía en ningún dios en particular y no era aficionada a la oración, ni a la meditación espiritual. En tercer lugar, le tenía sin importancia el destino de su alma, si es que tenía alguna.
—Laura, ya vamos a comer –escuchó la voz de su madre filtrándose por entre las rendijas de las paredes y también por pura costumbre, se puso en pie y fue hacia la puerta.
Su madre estaba bajando las gradas, la vio, se detuvo y la volvió a llamar. La esperó en aquel escalón y juntas bajaron las gradas.
La cena había sido pollo y ensalada de verduras frescas acompañada de un jugo de mango. Era la temporada y su padre no desaprovechaba la ocasión de servir aquellas delicias cultivadas en casa.
—¿Irás? –le preguntó su madre.
—Perdón –dijo distraída.
—¿Si irás con tu abuela? –recalcó su padre sin soltar la pierna de un pollo verdaderamente grande.
Laura miró hacia el techo y le hubiera gustado decir que no, que ya no iba a poder ir a donde la abuela Margot. Que se buscaran a alguien más. Pero al final lo que dijo fue:
—¿Cuándo quieres que vaya?
—¿Puedes el fin de semana?
—Claro.
—Entonces no se hable más. Le avisaré que llegarás el sábado. ¿Está bien?
Asintió volviendo a su plato.
“Si supieran” pensó.
Pero no le dio mucho pensamiento a aquello. Terminó de comerse su cena y de inmediato se disculpó por abandonar la mesa.
—Voy a darme un baño –dijo.
—Descansa el estómago unos diez minutos antes –le aconsejó su madre.
Subió a su habitación y comenzó los preparativos. Una especie de esperanza había renacido en su interior. Pronto dejaría de sentir esa inmensa soledad y dolor que desde hacía tantos años la había corroído por dentro. ¿Por qué no había pensado aquello antes?
Cerró con llave la puerta y luego se asomó al balcón. Por simple costumbre no por nostalgia ni por nada de eso que se relataba en las novelas que había leído donde las heroínas sucumbían a los recuerdos hermosos de un pasado glorioso lleno de amor. No, nada de eso existía en su vida. Quizás si lo hubiera habido jamás hubiera tomado aquella decisión.
Regresó al interior de la habitación y despacio se fue quitando la ropa hasta quedar totalmente desnuda. Colocó la ropa, muy bien doblada, sobre la canasta de la ropa sucia. El hecho de que hubiera decidido marcharse del mundo no le quitaba el orden de encima.
Abrió el libro de anatomía (Pensó un poco en la ironía de las cosas) y buscó las hojas de afeitar. Las encontró y colocó los libros en el estante de los libros.

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